miércoles, 1 de febrero de 2012

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I


La inspiración viene y se va; la moral, sube y baja;  el trabajo acrecienta y disminuye; los problemas se ocultan entre risas o se muestran en las lágrimas. Lo bueno permanece escondido allí y cuando lo atrapamos en su dificultad, el mal atraviesa la realidad como el último relámpago de la tormenta. La tormenta, de la que hablo, empezaba a aclarar aquella tarde. Agarrado, con decisión, al volante de mi obligado coche, discurría por aquella calle, camino de mi cita. Lo que está bien hecho, es bueno en si, alguien me dijo. ¡OH!, ¿será verdad o mentira?, me preguntaba preocupado pues era consciente de la repercusión de la respuesta. Llegué a la cita. Estaba algo inquieto. Dudaba de mi planteamiento. Temía mis preguntas y meditaba las respuestas. ¿Será cierto aquello que yo creía?, ¿valdrá el planteamiento que la experiencia anterior me ha servido?, ¿la trasmigración de mi alma y su anamnesis consecuente me dirán la verdad? Mis pasos se oían cada vez más fuerte, pues las vibraciones propias, pequeñas e insignificantes al tocar el suelo, como aviso de la cercanía, retumbaban en mi cabeza, inspirada y castigada por las dudas. A lo lejos vi la puerta de aquel lugar. Extendí la mano hacia la manivela fría, pues era de metal. Mis pupilas, entonces, se dilataron hasta más no poder.

Quizás, algún día, alguna noche, en un ataque de sinceridad, en un aluvio de franqueza, en una maniobra de locura en contra sentido, os cuente amigos, allá en el Gallo, donde y con quien fue, y puede que será, la cita. Aunque, imagino, que por mi bien, se tumbará placidamente y tiernamente en mi ataud conmigo éste y otros vaivenes. Dicen, también algunos otros, que el lenguaje es la característica diferenciadora del ser humano y yo, aquella misma tarde, ya saliendo del coche gris que conduzco, como lo maldecía por la necesidad de comunicación que conlleva. Tal y como me ocurió ayer, me surgirá mañana, y me pasa ahora y aquí.

las estrellas habian salido ya, la tormenta se alejaba visiblimente, los últimos vientos remolinaban mi pelo y arrancaban los últimas dudas de entonces. Tras cambiarme, arrincone mi cuerpo, allá con el de mi mujer. El que no cree en el perdón, mejor que se quede, al día suguiente, en la cama.

Pensarlo, y hablamos, les dije.

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