Vivimos envueltos en usos
y costumbres que nos marean y engañan.
Estos dos últimos verbos vienen, no por la maldad de los
hechos sino por la imposición irreflexiva.
Aceptamos y
admitimos con excesiva facilidad lo ya dado y hecho.
Nuestra capacidad de realizar una crítica constructiva es
plena, pero nuestra posibilidad es mínima. Por un lado por la imposición social
y por el otro nuestra falta de seguridad en nuestros pensamiento. Vivimos
aferrados a la cobardía en nuestras aspiraciones vitales.
Aquel que piense algo diferente, ¡ahy, pobre de él!, pues
lo bueno es lo cotidiano, lo repetitivo, lo usual, como nos decidimos e imponemos.
Ahogados en la incomprensión del funcionamiento,
busquemos una rebelión vital.
Las acciones habituales no tienen necesariamente un carácter
negativo e inherente pero si hay miedo, peligro y cobardía respecto a cualquier
cambio.
La reflexión intelectual en la búsqueda de la mejoría en
las variaciones, suele ser apartada y abandonada. Vivimos sujetos en la
engañosa seguridad de lo repetitivo.
El sentimiento trágico de la vida o la rebelión de las
masas son menospreciados e incomprendidos.
El nihilismo formador es aceptado. La huida espiritual
es tanto admitida como reducida a la no
importancia.
Estamos atrapados entonces en la equívoca construcción
social, humana.
Nos bañamos en aguas sociales que corrompen nuestra
naturaleza. Así nos han enseñado a ser felices.
Somos buenos por naturaleza, nuestra humanidad nos une y
nuestra sociedad nos corrompe. Que no nos domine y nos trate y nos construya en
ritmos y en etapas.
Estamos, las personas, por encima de cualquier camino ya
marcado y construyamos por nuestra cuenta. No hay destino, el futuro es contingente y
casual y sólo con nuestra libertad actuamos frente a él.
La globalización potencia la esclavitud generalizada. El
anonimato quita valor y decisión a las opiniones y cambios.
Soñar es necesario, pues sin esto no hay cambios.
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