Aristóteles,
a lo lejos, observaba a Galileo colocar
las bolas en las rampas dejándolas caer, recogiéndolas y tomando anotaciones preguntándose
cómo podía actuar así para comprender a la naturaleza y su movimiento propio,
mientras éste, galileo, volvía la cabeza atrás y pensaba que cuanto talento se
desperdiciaba por no tocar la realidad material y estudiar sus mecanismos.
Al verle, Galileo, dejó sus experimentos y se acercó a Aristóteles.
Los dos volvieron, andando el camino ya hecho, hablando, especulando,
dialogando, corrigiéndose y sobre todo, disfrutando mucho ambos.
Así, Galileo golpeó iba goleando piedras con su pie por
el camino hasta que alzó la vista -Aristóteles era alto y delgado y él, Galileo
era bajito y corpulento y le dijo:
-
Amigo, padre de la
ciencia, mente privilegiada, fíjate en la trayectoria y la distancia ¡cambian
con el golpe!
Aristóteles.
Subiendo las manos le dijo:
-
Mi más que amigo,
genio incansable, monstruo de la física, observa como todas las piedras caen
igual, pues tienen un movimiento propio
por su naturaleza.
El
camino hacia la posada era largo y lo disfrutaban mucho conversando desde sus antinomias.
Llegaron
al lugar, a la posada y se sentaron en la mesa central iluminada por las
enormes llamas de la chimenea.
El
pelo largo, flácido y blanco de Aristóteles le caía suavemente por los hombros
y con los antebrazos apoyados en la mesa y la túnica sobre las rodillas, miraba
y escuchaba con interés a Galileo, el cual moviendo y trazado figuras con las
manos y por el aire, se tocaba los rizos de su cabello, casi rojos, que salían
y escapaban hacia todos los lugares.
-
Aristóteles,
compañero, concéntrate en lo que te cuento y es que independientemente del peso
¡caían igual! Pruébalo y veras, ¡pon las bolas en las rampas!
-
Galileo, maestro,
no toques a la naturaleza para
comprenderla, es su esencia lo que impera, así, tú y yo, en esta mesa y
observando por la ventana, utilizando nuestra razón podríamos explicarlo todo.
Entonces,
y a la par de sus comentarios, unas risas se hicieron audibles. Venían de otro
caballero, cubierto, en la mesa de al lado.
-
Buen comentario,
dijo.
Y galileo comentó
-
Venga a dialogar
con nosotros, señor.
Ésta
se quitó la capa y los dos se quedaron desconcertados al ver que el vestido de
un hombre escondía el cuerpo de una bella mujer. Vestía una ligera, blanca y ceñida
camisa a la altura de la cintura con unos pantalones rectos de hombre.
Siguieron
hablando, haciendo ciencia, discutiendo sobre la naturaleza, los experimentos,
la observación, todo siguió igual menos la mirada, que cambió de tono y lugar. Llegaron
las sonrisas y se acabaron los vasos de vino.
En la barra habían dos personas más, ocultas, discretas y
observando la escena.
-
¡Oh,oh!, sólo la
voluntad les sacara del placer físico y los conducirá correctamente, dijo Zenón.
-
¿Qué?, la voluntad
¿de qué?, sonrió Nietzsche mientras le contestaba.
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