lunes, 15 de diciembre de 2014
LUNES
Dibujando círculos concéntricos entorno a vacías esperanzas pululan todos días, enajenados, chocando en todas las paredes construidas a partir del producto de nuestra incomprensión.
Es total y absoluta la aceptación de los elementos más constitutivo y descriptivos de nuestra fagocitación.
!desaparecemos con individuos y nos convertimos en elementos, sin alma ni espíritu, propios de la totalidad.
El marco y anestesia nos lleva a la morfinación de nuestra vida aceptando como parte constitutiva y esencial las heces producto de nuestra miseria humana.
Más realizado está un puto caracol escalando por las hojitas que muchos, pero mucho de nosotros.
¿Y lo escribo desde la amargura y tristeza de esta verdad?, no, !nunca!, lo escribo desde la rabia y odio por aquellos que ven, por un solo instante, como inevitable y proceso de la construcción social lo actual funcionando. !uyy¡, como escribes los lunes mañana -Sí, pero no por ser lunes, sino porqué existan.
viernes, 12 de diciembre de 2014
EL VIAJE EN EL METRO
Sería
sobre la cinco de la tarde.
Del
trabajo se iba y dispuesto y preparado para subir los pies a los
laterales del sillón, seguir con el libro, allá donde dejo de
leerlo el ultimo día y deleitarse escuchando el silencia de la
casa, pues había trabajado ese Sábado mañana y su mujer e hijos se
habían ido a pasar el fin de semana fuera de la ciudad.
Allí
iban delante suyo un grupo de jóvenes.
El
mas alto y fuerte le decía al mas delgadito, con cara de
camaradería y convicción que ya era hora que realizase el viaje
sin billete y se colara. El delgadito no dijo nada y se quedó, con
cara inocente mirando a su amigo, y cuando ya se hacía largo, subió
una ceja y le hizo senas al fuertote, indicándole que le iba a
seguir. Pasó la tarjeta, marcó un viaje, pero haciendo el trenecito
entraron los dos.
Aun
pensando en el sillón, pudo ser testigo de toda esta escenificación,
mientras se reía y se acordaba de aquellas que él hizo cuando sus
pensamientos sobre el futuro no llegaban a dos días, los mismos que
les durarían a estos chavales que estaba viendo bajar riéndose por
las escaleras.
Al
fondo de la estación estaba el, ya resabido de todo, revisor del
metro.
Cinco
años trabajando allí, siendo consciente de las virtudes y
defectos de su trabajo y a las que les encontraba un saldo positivo.
Tenía unos horarios impositivos, unas regularidades inviolables y
trabajaba algún día festivo y sábado, pero por el otro lado de la
tortilla, estaba el poco estrés y el nulo trabajo para casa.
El
metro estaba llegando y los chavales no habían visto al revisor.
Seguían con las risas y bromas que eran normales y el asunto del
"sinpa" del flaquito, los tenía algo más excitados.
El
metro estaba muy lleno.
Los
primeros en entrar fueron los jóvenes y desde la puerta central
caminaron, poco a poco tropezando con la mucha gente, hasta el fondo
del tren. El hombre que llevaba colgando su sillón y su libro,
despacito se apoyo en la puerta enfrente de la que había entrado y
se quedó observando las risas del grupito del valiente joven que se
había colado y, tras esto, giró la cabeza mientras pensaba
diciendose que le caían bien y cuando apenas le dio tiempo a apoyar
la cabeza en la pared, el revisor, un tanto obeso, con gorra y traje
azul, apareció delante suyo.
El
revisor pensaba en sus cosas pues había automatizado todos y cada
uno de sus movimientos y era capaz de recorrer el tren entero sin
mirarle a la cara a ningún usuario. Los muchachos estaban hacia la
derecha y hacia allí, acompañado del juguetón destino, fue el
revisor.
El
hombre al cual el sillón se le estaba evaporizando, tuvo el primer
movimiento y la intención de ir a avisarle, a sabiendas que son
cincuenta euros del bolsillo del joven, sin saber lo que le iban a
doler y un pequeño, pero claro, golpe a su persona pues en un primer
viaje, pillado. Pero había mucha gente y pronto se le pasaron los
calores mientras pensaba que lo verían y se irían por la anterior
puerta, al final y la única que quedaba ya entre medias del juez y
el verdugo.
Todos
menos el flaquito, estaban bastante relajados, y éste, no era alto y
tenía que moverse para buscar el hueco donde vigilar lo que viniera.
Entonces, con el tiempo parado, alzó los pies y le vio. Bajó los
talones con una cara serena de sorpresa como si estuviera fuera de
este ejemplo de mala suerte y mientras tocábales suavemente los
hombros a sus amigos, señalaba al revisor. Todos miraron rápidamente
a la única puerta posible y también vieron todos a la vez el cartel
diciendo que estaba estropeada.
El
hombre ya, con el libro por los aires, había leido el cartel. Se
autotranquilizaba afirmando la poca gravedad del asunto y del hecho
que sólo iba a ser una cuestión de cachondeo pasado un tiempo.
Pero tenía buena vista y estaba viendo la mirada, ya consciente, de
lo que le venía, del joven, que sin tener ningún problema, era
introvertido y vergonzoso.
El
revisor seguía, sin parar pero con tranquilidad y sosiego,
recogiendo los billetes mientras pensaba, pues lo había comprobado,
en la posibilidad de saber, sin hablar con esta persona, datos
generales sólo con la forma de dar el billete. Puede averiguar los
que vienen de sus casas a los que vuelven a ellas. Llevaba muchos
años aquí, después de su triste aventura, de años también, dando
clases en aquel pequeño colegio
En
un momento como otro cualquiera, ambos dos subieron la cabeza y se
miraron y se creyeron reconocer como profesor y maestro. El joven
asustado bajo la cabeza mientras el revisor la mantuvo alta
pensativo, preguntándose si era un de los últimos alumnos que tuvo,
hace cinco años pues le parecía físicamente y le cuadraban el
aspecto actual del grupo con la edad que tenia este supuesto alumno
entonces.
Temblando
estaba cuando descubrió, además, que era el antiguo profesor de
matemáticas que tuvo en el colegio, con el que no se llevaba mal,
pero poco hablaba con él pues no aguantaba a sus amigos, que eran
justo los que le rodeaban, pero y, con billete.
Era
capaz de rumiar el parecido de la persona que había visto, mientras
seguía con la correcta y normal comprobación de los billetes.
Poco a poco, sin prisa pero sin pausa, se acercaba, al entonces, pues
así se sentía, desgraciado exalumno. Mientras el revisor se
acercaba en el horizonte, los amigos buscaban colocaciones y
posiciones que pudieran evitar que le pidiera el billete, y en el
caso que así fuera, pensar que le iban a decir. Emocionados y tensos
estaban todos, mientras la máquina del terror avanzaba sin tener
piedad con ningún billete.
El
revisor, comenzaba a centrarse con claridad y a distinguir a todo
aquel grupo y pensaba, como un ejercicio más de ironía en esta
vida, que el único que le caía bien era el delgadito que no le iba
a revisar el billete a cambio de una sonrisa y sincero saludo, así
pues, con claridad y valentía, se encaminó hacia el grupo.
Las
piernas del delgadito temblaban. Lo veía acudir con la frente alta
hacia ellos. Sabía que su grupo no le había caído bien y que por
extensión, pensaba que él tampoco. Pendulando sus ojos en
horizontal, buscaba alguna salida de aquella situación sin final
feliz.
Abatido,
resignado, con las manos bajas y espíritu sombrío, veía al revisor
acercarse con una gran sonrisa e ilusión hacia su persona y cuando
veía esto, temblaba más pues lo escuchaba como una orquesta de
cinismo.
Y,
entonces, habiendo dejado aparcado el sillón y el libro, apoyados en
la puerta enfrente de la de salida, se acercó, el primero que había
salido del trabajo, y cogiendo por el hombro al revisor éste se
giró, y, al darse la vuelta, comenzó a insistirle en que se
conocían, si no se acordaba de él, de la infancia, gesticulando,
mientras, y mirándole disimuladamente, le hacía gestos al chaval,
por detrás de la espalda del benovolo juez por todos desconocido,
que pasara y que se fuese.
El
hombre y su uniforme azul no podía dejar de sorprenderse por el
sujeto, que con una pinta absolutamente normal no dejaba de decir
tonterías que ni el mismo se las creía y más asombrado se quedó
cuando todo tal y como empezó, acabó bajando, el extraño en esta
parada, el último y a toda prisa. Y la vida seguía riéndose a
carcajadas contemplando la pequeña cara de tristeza que puso el
revisor al contemplar que un pequeño trocito de su pasado habíase
evaporado entre las paradas, - me caía bien, se decía, mientras
recordaba su cara de intriga en la realización de las integrales, su
utilización y su destino.
De
milagro consiguió bajar en su parada y el calorcito de sus
zapatillas de noche ya podía sentirlo cuando comenzó a escalar los
escalones de la escalera.
Los
amigos habían avanzado, pero él permanecía allí de pie,
esperándolo.
Sus
miradas se juntaron nada más que se encontraron los dos en el mismo
plano, nivel.
Mantuvieron
unos ojos enfrente de los otros hasta estar apenas a dos metros.
El
jovencito no sabía que decir ni pensar, pues le había ayudado ¿no?,
¿cómo lo sabía?, ¿los gestos que saliese por el lugar donde no le
pillarían fueron nomás que imaginación? No cabía, más en su
agradecimiento, pero éste era poco para su curiosidad e intriga.
Al
salir se cruzaron, se sonrieron y cada uno siguió su camino. Allí
aparcó la satisfacción de uno y siguió viva lo curiosidad del
otro.
El
revisor, al par de billetes subsiguientes ya había olvidado todo
pensando en la suma de cifras infinitas que realizan las
integrales.
Y
paso otro metro y detrás de éste otro y así todos los días.
lunes, 8 de diciembre de 2014
FUTURIZACIÓN
Estás
perdido si vives en el futuro. Y casi todos pensamos en éste.
La
preocupación por la absoluta inmediatez es mínima y siempre y sólo,
disfrutamos de ella, cuando se cumple aquel futuro entonces deseado.
Alcanzar
la tranquilidad de estar contigo mismo en el presente es difícil,
complicado y no sé si posible.
El
famoso Carpe Diem, se me normalizó en cuanto lo entendí y dejé de
interpretarlo como una actitud y lo perseguí como una acción pasiva
de la quietud en la momentaneidad.
Buscar
y perseguir son, necesariamente, motivos de ansiedad.
El
disfrute de tu propia persona, no tiene por qué ir acompañado de
unos actos a realizar.
Son
utopías, dadas como tenemos las cosas, aquello de lo que estoy
hablando, pero no veo como ninguna imposibilidad en nuestra
realización el vivir en la consciencia de nuestra persona como medio
de realización de cada uno de nosotros.
Actualmente
huimos de ella misma y buscamos el cobijo en futuras acciones,
proyectos o situaciones.
Lo
concedimos como imposible dada la dimensión que tenemos de nuestra
vida.
El
asunto de la felicidad, digamos, sólo por respirar y andar, nos parece a todos
una figura inocua.
Esto,
es así, pero también es verdad, que futurizar nuestras acciones
buscando resultados, no es bueno para nuestra alma.
Actualizar
tus actos a nivel diarios, es una posible manera de liberarte de la
enorme pesadez de la responsabilidad de tus actos y te dé más
libertad.
No esconderte del futuro, pero quizás admitir que es raramente controlable.
Todo se te puede ir, menos tus pensamientos y experiencias.
No,
no escribo a nuestras conciencias, hablo para nuestros
subconscientes, siempre sometidos a fuerzas, que ha no ser que las
busquemos y persigamos, siempre actuarán desde la cueva oscura de
nuestra psique.
Actuar
sin fines materiales.
Actuar
dentro de las acciones y actos propios de la normalidad, pero
disfrutar del momento.
Esto
tiene otra lectura derivada la cual sería estudiar, además del modo
de operar, es decir la inmediatez, la necesidad de hacerlo o no en la
visión ontológica del asunto.
Hay
muchas posturas, por ejemplo, en el cristianismo, tenemos una vida
única de la que somos responsable, la cual tiene un fin ya previsto
y unos modos de actuación determinados. Cualquier acto será
irrepetible y se cargara con todo su ser
Tenemos
a pensadores como Nietszche, que nos hablara de la infinitud en el
tiempo, en el cual y por definición, todos los actos y las vidas, se
repetirán. Los hechos, dejan de tener la inmensidad de lo
irrepetible y tu vida y problemas, se reducen a la mitad.
Pensar
en el futuro es lo que te impide dormir, si te mueves en tu presente,
añoras la cama para descansar plácidamente.
EL CONCIERTO CALLEJERO (I-X)
EL
CONCIERTO CALLEJERO
I
Lo
que parecíase ser una mañana como cualquier otra, se convirtió,
para Andrés, en el comienzo de una gran aventura.
Iba
a su trabajo en la filarmónica de la ciudad de Valencia. Pronto se
levantaba, despacio se duchaba y vestía, y más despacio y con más
calma, cogía el camino a sus labores diarias. No llevaba horarios
estresantes y podía despedir a sus hijos en la ida al colegio y a su
mujer, que escribía en el periódico Mediterráneo, cuando salía
camino de éste.
Cogía
la avenida reino de valencia, hasta llegar a la gran vía, por la que
llegaba hasta el rio. Lo cruzaba y llegaba a su trabajo. Despacio,
con calma, lo hacía porqué lo necesita para funcionar
correctamente. Una vez en el trabajo, tenía varias labores. Como
director del instituto de la filarmónica, debía realizar gestiones
propias del puesto, tal como supervisiones, reuniones, preparaciones,
citas y demás. Otra de sus ocupaciones allí, era la de dar clases
de violín a los últimos alumnos que llegaban a los cursos
superiores. Eran los elegidos. Eran aquellos que tenían una
naturaleza especial y una capacidad de trabajo desbordante. Tocaba y
vivía por y con el violín. Tanto él, como todos y todas aquellos
que iban a llegar lejos, lo había mamado desde muy pequeño. Cuando
aquellos ya andaban pensando en cualquier otro juguete, diversión,
placer, éste, Andrés García, ya rompía sus dedos, estropeando sus
primeras notas en la pequeña academia al lado de su casa y con el
viejo violín de su abuelo Faustino.
De
algunas de las clases salía tremendamente cansado. Vivía la música
en demasía. Sufría y disfrutaba demasiado como para que fuera algo
ajeno a su alma y persona. Cuando algún alumno no podía, y él lo
sabía, llegar hasta donde el autor, cuando lo compuso quiso que así
fuera, lo sentía profundamente. Él era consciente que los grandes
artistas son genios. No hay uno o dos, pueden haber muchos, pero
tienen unas cualidades especiales que sólo las tienen ellos.
Aquella
mañana fue tranquila. Tuvo una pequeña reunión de organización de
los próximos conciertos, de las ultimas piezas de cámara de de
Bach. Lo amaba, lo quería, moría entre sus notas cada vez que un
concierto de éste llegaba a su fin. La organización estaba casi
totalmente acabada y les quedaba acabar de atar algunos pequeños
trances.
Así
pues, con calma, como lo hacía todo, menos el escuchar la música,
sobretodo de cámara, emprendió el camino de vuelta a casa.
En
la llegada, en el cruce de la gran vía Ramón y cajal y la venida el
reino de valencia, de vez en cuando se ponía alguna persona,
últimamente una mujer y su acordeón a regalarnos algo de música en
la calle. Andrés, siempre les regalaba también una sonrisa y les
pagaba con algunas monedas.
Pero
aquel día era diferente. A lo lejos empezó a escuchar unos bemoles
muy estilizados, una seguidillas muy armoniosas, unas notas muy
claras. Fue acelerando la velocidad del paso, en la medida que su
interés por lo que estaba escuchando aumentaba. Cuando llegó, se
planto delante de él. Era un hombre de aproximadamente 65 años.
Tenía una barba muy blanca. Vestía con una chaqueta gris, antigua y
de pana y unos pantalones de tela, grises también. Los zapatos eran
de vestir, marones y usados. Aunque el frio era muy ligero, un gorro
de tela, cubría su pelo, mal cortado y blanquecino. Allí, estaba,
delante de él y con los ojos cerrados. Estaba interpretando a
Monteiu uno de los autores más difíciles y complicados. Sonreía
mientras que magistralmente y con la facilidad que una cocinera
arrastra la mantequilla por un pedazo de pan, dibujaba las notas
sobre el violín. Acariciaba las cuerdas de una manera magistral.
Andrés llevaba muchos años trabajando con el violín y sabía
cuando y donde se encontraba con un genio o un maestro. El
violinista, no abrió los ojos en ningún momento. Estaba entrance,
al que contagió a Andrés. Cuando quiso darse cuenta, su mujer le
estaba tirando de la manga, había ido a su encuentro, y recordándole
que tenían que ir a recoger a sus hijos, los cuales iban a comer a
casa. Había decidido pasar el máximo tiempo posible juntos, toda la
familia. Cuando se quiso dar cuenta ya estaba dentro del coche y
todavía sumergido en su asombro.
-
Elena – le dijo a su mujer, no te imaginas lo que acabo de
escuchar.
-
¿En la filarmónica?, apuntó ella.
-
No, mi querida, en la calle.
-No
sería tan bueno, mi querido también. Tu amor por la música te
pierde en demasiadas ocasiones y te impide ver la realidad.
-
No, Elena, sabes que no, mi trabajo es precisamente juzgar la validez
o no de los interpretes. Soy objetivo.
Elena
no quiso discutir más.
Andrés
sabía que las palabras de su mujer tenía una verdad aplicable, en
cuanto que en determinadas circunstancias su capacidad de juicio
perdía toda su imparcialidad.
Por
mas que conociera al Matieu, siempre las puntuaba algo más cuando
las escuchara, también sabía que la expresión del músico, la cara
que dibujaba, aun teniendo el oído entrenado y ejercitado buscando
la máxima objetividad, también le influían. El puro virtuosismo es
difícil de puntualizar. Es difícil – pensaba, juzgar de una
manera totalmente aséptica, cualquier interpretación en directo.
Juzgaba por y en grabaciones. Quizás el aspecto melancólico y
soñador del violinista, haya excitado en demasía su interés por
sus interpretaciones.
Tuvo
la intención de volver.
Se
calmo
Sólo
quiso que la suerte le llevara otra vez a oírle, aunque solo fuera
por calmar su curiosidad.
II
Como
todas las mañanas, hizo, afortunadamente para él, según pensaba,
lo mismo y de igual manera, es decir, su familia, trabajo y al ritmo.
Sólo que ésta, tenía una diferencia. Ya no caminaba inmerso en
asuntos de sus hijos, su mujer o su trabajo. Tenía una gran
facilidad de obviar el mundo circundante y reflexionar sobre sus
motivos. Pero hoy no. El misterio e inquietud le hacia oír, con más
violencia que nunca, el ruido de todos los motores, por la Gran Vía,
camino del trabajo. Éste, sin clases en el horario, se desarrolló
totalmente dentro del despacho, y se preguntaba cómo aquel hombre,
más similar a un vagabundo que a un maestro del violín, tocaba como
tal. Bien, sí que es cierto, tal y como le dijo su mujer, que quizás
el aspecto melancólico del músico le hiciese juzgar de una manera
más pasional y poco objetiva la música que oyó. Verlo en la calle,
con un traje arrugado y viejo, con los ojos cerrados y sonriendo,
hizo que la buena música que interpretaba le hiciese parecer
sublime. A la ida había cogido el camino que pasa por el lugar donde
encontró al hombre del violín, interpretando su concierto
callejero. No lo encontró. Era pronto cuando pasó. Se planteó que
probablemente no volvería a verlo.
Salió
del trabajo para ir a comer con la familia a casa. Con sus hijos,
David y Angela, apenas estaba tres cuartos de hora y con su
Elena una hora. Pero el sabía que en esto era un hombre afortunado y
no le molestaban la caminata. Esa mañana, se acercaba al lugar donde
las calles coincidían y sus oídos comenzaron, a la par que subía
la excitación, a escuchar el violín. Los coches de la gran calle,
desaparecieron y lo único que oía era el violín. Se fue acercando
y su emoción fue subiendo. Lo veía de lejos. Bajo la cabeza
buscando la objetividad y quiso escuchar solo la música. Vivaldi.
Esta vez, el músico, tenía los ojos abiertos, claros muy claros, y
movía su cuerpo con toda la expresión que esta obra se lo pedía.
Era alto y de formas rectilíneas. Era un hombre de cualquier lugar
de Europa, menos del mediterráneo. Sonreía, emocionado,
interpretando la Primavera de la obra Las cuatro estaciones. Se paró
delante de él, le sonreía con franqueza, igual que a todos los que
le miraban. Estaba pidiendo dinero, pero tenía la expresión de
estar haciéndonos un regalo para que lo disfrutaran. Y así lo
estaban haciendo. El instrumento, su violín, tenía un valor que aun
doblando sus beneficios diarias, tardaría 15 o 20 años en
pagárselo. Era sin duda un maestro. Tocaba realmente bien. Dominaba
la música totalmente. Debía de haber tocado mucho. Permaneció
allí, delante suyo, escuchándolo. Entre el disfrute de su excelente
interpretación y el misterio que le traía, no pudo reaccionar
cuando recogió entre sonrisas la limosna, mejor, el jornal bien
ganado, y muy mal pagado para lo que había hecho y dejándolos,
entre sonrisas y guardando, despacio, su pequeña joya, pues lo era,
se fue de allí por el camino contrario a su casa. Algunos viandantes
más no pudieron evitar aplaudir entre música. Tanto el violinista
como él, sabían que no tenían ni idea el nivel de interpretación
que habían escuchado. Era grande y robusto. Se quitó el sombrero y
lo vio de espaldas. Aun siendo un hombre mayor, tenía un cabello muy
poblado. Le caí despeinado. Era muy claro y blanco lo, canoso.
Bonito y romántico resulto todo aquello.
III
Andrés
llegó a su casa a media tarde. Era una casa sin casi ninguna pared,
salvo los dos cuartos de baño. Su mujer, Elena y él, debían de
hacer el amor, despacito y sin ruido, pues, aun siendo grande,
compartían el espacio con sus hijos pequeños. Sabían y se decían
que en cuanto crecieran un poquito más, aquello había que
cambiarlo.
En
este espacio grande que Andrés buscó intencionadamente, podía
encontrar la acústica grande, o al menos mejor que en una habitación
normal, para ensayar y practicar con su violín. Él sabia que sin la
práctica ahora y desde la infancia, era imposible mantener y
alcanzar ciertos niveles. De ahí que sabía que tras este
violinista, que tocaba en la calle por una limosna, debía de haber
alguna otra historia. Sabía y lo iba a comprobar. Tenía que haber
alguna razón para que tocase en la calle. Este violinista, en un par
de audiciones, entraría o tocar o trabajar en cualquier sitio
vinculado a la música clásica.
Apenas
había estado, en total, 15 o 20 minutos escuchándolo, pero le
valían. Era su profesión, no había hecho ni había tenido otra
pasión en su vida que la música y el violín. Emocionado y nervioso
estaba. Mañana debía hablar con él.
Se
levantó con el asunto en su cabeza. Su siempre despacio, aumentó de
velocidad, se despidió de todos, igual que siempre, pero su ritmo al
andar era algo más acelerado. Avenida Reino de Valencia, Gran Vía,
con cierta ansiedad andaba, pero no, - no está, se dijo.
Hoy
si que le tocaba en el trabajo dar clases. Las disfrutaba, las vivía,
se sentía feliz viendo a los jóvenes elevarse a tales niveles de
sensibilidad. La música clásica debía ser conocida y enseñada a
todos los jóvenes -se decía y pensaba. Pero hoy además, no podía
evitar que a ellos les gustaría escuchar a aquel hombre y como
conseguía hacer la música suya. La trasmitía y la hacía vivir a
todo aquel que, en aquellos momentos, estuvieron allí escuchándola,
pensaba convencido. Hoy se lo diría, le propondría una pequeña
audición para ofrecerle un trabajo. Era el director artístico del
instituto de la música de Valencia, y necesito ayuda para dar las
clases, ese será el motivo – pensado y maquinando se propuso. Para
ello necesitaba que el resto de los directores en otros campos de la
filarmónica estuviesen de acuerdo. No habría ningún problema,
siempre habían tomado juntos, sin problemas, todas las decisiones,
pero esta vez menos habrían. Tenía especial interés en que le
oyeran.
Salió
del trabajo, sin paliativos en busca del aparente músico callejero
que dedicaba a interpretar magistralmente conciertos a pie del
asfalto. Rio, Gran Vía, reino de Valencia, y allí, sí, allí
estaba.
Se
acerco pausadamente y empezó a escuchar una pieza conocida, la Para
Elisa de Beethoven. El publico, que era grande, familiarizado con
este tema, lo estaba disfrutando. Sí, sí, magnífico. El
afinamiento del instrumento era perfecto. Las escalas totalmente
cerradas y distribuidas. La posición del instrumento magnifica. El
movimiento de los dedos en las cuerdas claro y limpio y bailaba sin
parar el arco en su mano derecha. Muy bueno, debía hablar con él,
lo sabía. Igual que el día anterior, entre aplausos y con un
protocolo muy parsimonioso, el, ya mayor, músico recogió todos sus
asuntos y emprendió el camino. Andrés acelero el paso y se puso a
su lado. No sabía como hablar, que decir, que proponer, le dijo.
-
Magnífico, magnífico, señor..eh... – puso cara de dudas
-
Vladimir – le contesto sonriendo
Sí,
lo sabía, se pensaba ¿Ruso, Polaco, Pruso, Checo, Búlgaro?,
-
Óigame, vayamos sin rodeos, escúcheme, tengo algo que proponerle –
le dijo, esperando que con esto Vladimir se pararía, pues al
proponerle, imaginó que escucharía cualquier noticia o posibilidad
nueva en su vida. Pero no, continuó andando despacito, con sosiego.
-
Sí, dígame – pronunciaba fuerte la vocales debido a su acento.
-
Soy violinista yo también.
Aquí
Vladimir se paró y le miró directamente a los ojos. Ojos claros,
mucho, pero mitrada profunda. Apenas movió la pupila.
Siguió
Andrés.
-
Le he estado escuchando y claramente tiene usted una relación muy
fuerte con el mundo de la música.
-
Sí, cierto.
-
Me gustaría proponerle una audición en el instituto de música de
la generalitat, bueno, del ayuntamiento de Valencia, para ver que
salida tendría su bien hacer con el instrumento.
Vladimir
se paró. Bajo sus manos y miró al cielo. Se quito el sombrero y
respiro profundamente. Parecíase que había vuelto a la vida tras
caerse de un sueño.
-
Señor Andrés por mi vestimenta verá que algo más de, ¿cómo lo
dicen ustedes?, ¿dinero? - fallaba en algún momento en su
vocabulario, me vendría bien. De acuerdo.
Tras
sus palabras estuvieron hablando un rato más concertando el lugar en
el cual debía ir Vladimir para hacer esta prueba. Por no conocer
apenas Valencia optaron por reunirse allí mismo mañana por la
mañana para ir juntos al edificio de la filarmónica.
-Mañana
le espero, Vladimir.
-
Gracias, Andrés, mi música es buena y con ella le pagaré. Sonrió
y se despidieron.
Volvió
a casa emocionado, expectante, planeando acciones pero también el
misterio y desconocimiento hacia Vladimir había aumentado. Ya no
sólo era su magistralidad para considerarlo un virtuoso, sino que
además y ahora, le empezaba a incluir la distancia y diferencia de
los genios.
IV
Aquella
mañana había salido con algunos planes respecto al trabajo que
pudiera realizar Vladimir en el Instituto dependiente de la
filarmónica. Lo intentaría contratar como profesor ayudante en sus
clases de violín y su trabajo sería actuar o tocar las piezas y los
momentos de ellas que él estuviese enseñando. Serían pocas horas
semanales. Media jornada, seguridad social, contrato indefinido tras
los seis meses impuestos de ley, esperaba no encontrar problemas en
estas acciones.
Salió
del trabajo a las cuatro de la tarde y esperaba encontrarlo allí, en
su lugar de concierto esperándole. Allí estaba.
Nos
saludamos con mucha amabilidad, le expliqué mis intenciones y
parecíame ilusionado. Caminando hacia hacia el trabajo, por los
jardines centrales de la Gran Vía, delimitados por las dos
direcciones de la circulación, me miró y me dijo
-
Andrés – siempre con su acento realmente distante, le tengo que
decir que a mi también me gustaría ver con quien voy a trabajar.
Realmente
sorprendido con el comentario me paré. En otras circunstancias me
hubiese sentido quizás ofendido pero con Vladimir ¡pardiez!, no sé
por qué no.
-
Sí, claro.
-
Entonces Andrés te propongo que saques tu violín y toquemos
una pieza juntos – vio que lo llevaba encima y en la funda
-
¿Aquí?
-
Sí, evadámosnos – palabra que tuvo que pronunciar sílaba por
sílaba, veamos hasta que punto nos olvidamos del mundo y nos
centramos en el violín.
-
Sí, sí
Esta
era una de las condiciones que el planteaba y exigía constantemente
a sus alumnos. Que se olviden de todo, que sientan la música, que
piensen que el mundo muere tras las notas de su instrumento, que
piensen que tocan sólo en presencia del autor que la compuso, así
que sacó su violín sin dudas
-
Dígame, maestro – con sonrisa añadió
-
Concierto para Flauta, violonchelo, viola y violín en Re Mayor K 285
– Mozart – veamos a ver como suenan con dos violines
La
emoción comenzó a elevarse en Andrés. Su música vivida y soñada
en plena calle. Siempre había soñado con llevarla a todos los
lugares y gracias a Vladimir, iba a interpretar en medio de la calle
¡sólo para su disfrute!
-
Empecemos – dijo Andrés
Y
comenzaron a tocar, ya cerca del cauce del rio vacío que atraviesa
Valencia, en la Gran Vía, en frete de la plaza de Cánovas
Interpretaron
la música mirándose a los ojos, comprendiéndose, rimándose,
adaptándose, subiendo, bajando y cuando llegaron y terminaron,
lleno de emoción por la calidad del dueto que acababan de
interpretar, le costó darse cuenta de los aplausos emocionados de la
gente que se había parado a escucharlos. Una mujer con una amplia
sonrisa se acerco a Andrés y le ofreció una moneda de un Euro.
Totalmente ensimismado la cogió.
-
Ahí tiene Andrés, hemos traído el arte al pie de calle y nos han
pagado un café, a mi me han dado otra moneda. Sabe Usted, ha sido un
placer interpretar está pieza contigo. Eres realmente un buen
violinista.
La
realidad se le estaba derrumbando. Tenía sensaciones que jamás
había sentido y situaciones que nunca se hubiera imaginado. Grandes
conciertos, buenas piezas tocadas de esta manera en cualquier otro
lugar, menos en medio de la calle, con vaqueros y desnudando su alma
y espíritu a todos los transeúntes que allí estaban pero que él
no podía ver. Continuaron andando y hablando de la obra y la
locura de Mozart.
Llegaron
al instituto y fueron a la sala de audición. Allí estaban todos sus
compañeros, especialistas y músico esperándole. Como no, la
extrañeza fue colectiva de la diferencia del interprete, pero eran
gente que apreciaba la música y no la estética y por esta misma
razón salieron impresionados.
Realmente
era un hombre curtido en música. Tenía unos movimientos de la
escuela rusa. El sonido del violín era perfecto. No cometió ni la
más mínima duda en la interpretación. Semblaba que hubiera sido el
estreno de una obra preparada durante meses. Fue sin dudas, lo que
Andrés esperaba.
Emocionados
estuvieron describiendo y comentando la obra. Todo quedó resuelto y
sus planes fueron tal y como él los había concebido.
Fueron
andando hasta el punto de divergencia de los caminos. Hablaron de
Valencia y de la tradición, grande de la música en ella, y del amor
que se le tenía.
Llegó
a su casa agotado.
Se
lo dijo a su mujer y aquella tarde y noche no hizo más que repartir,
grandes y sinceras, sonrisas a toda la familia.
Se
acostó pensando en el misterio que rodeaba a este individuo. Sabía
que no había caído del cielo y que alguna historia había detrás
de él para encontrarlo así y en aquel lugar. Concilio el sueño
algo más tarde. No estaba preocupado, pero sí inquieto pues sabía
que debería, por su calidad como músico, por la cercanía y
responsabilidades, que le había dado, estar atento y debería
averiguar asuntos sobre su persona. Se le cerraron los ojos entre las
notas de algún que otro concierto como le pasaba todos los días.
V
Había
quedado con Vladimir a los dos días siguientes de la audición.
Aquella
mañana, Andrés se encontró en el pasillo del edificio central a
Pedro Ondara, el cual le comento que para que trabajara allí
Vladimir, en el instituto, debía de pasar una serie de requisitos
oficiales. Sí que era cierto que muy difícil era trabajar allí.
Pruebas, condiciones, estudios, pero Andrés nunca había tenido ni
pedido un solo ayudante para con él.
-
Y me lo comunican como requisito los dirigentes máximos - Andrés,
desde el carácter de aquel que sólo busca la belleza, le preguntó
a Pedro, y este le contestó.
-
Ayer tuve la reunión mensual con el director de departamento de
ciencias y artes del ayuntamiento de Valencia y al contarle el asunto
me exigió dos cosas, primero, más información sobre la persona en
cuestión y luego una segunda audición con otros auditores ajenos al
instituto- le dijo con toda tranquilad rozando el aspecto despectivo.
Siguieron
hablando durante un rato. Andrés, intentándole explicar, lo
innecesario de aquella segunda prueba y afirmándole que, además de
responder él por su persona, le pasaría toda la pertinente
información.
Nunca
le había caído bien a Andrés, Pedro Ondara. Era un auténtico
especialista en todas las obras, autores, tipos de instrumentos,
sistemas auditivos, sería capaz de describirte una a una todas las
notas de las grandes piezas. Era profesor de piano, aunque su tiempo
lo dedicaba fundamentalmente al contacto con el ayuntamiento. Le
preguntaba las cuestiones del instituto concernientes a los asuntos
organizativos, le informaba y Pedro Ondara hacia lo que
le apetecía con aquella información.
Andrés
asumió estas nuevas circunstancias y se dispuso a prepararlo.
Al
día siguiente se encontraron Andrés y Vladimir en el sitio
acordado. Le dio la obra que quería que interpretara y le preguntó
si la sabía y dominaba. - Si,- secamente le contestó.
Había
preparado la sala de la audición y la obra a representar en forma de
folletos de presentación. Diferentes delegados, músicos de
independientes y dos funcionarios y representantes políticos
necesarios para cualquier forma de admisión en el instituto de
música, como parte formativa de la filarmónica de Valencia. Fue un
rato agradable para Andrés, con las persona antes de la audición
que iban a representar. Los conocía prácticamente a todos y se
llevaba bastante bien con ellos. Les invito a sentarse.
-
Vladimir, ¿estás preparado para esta segunda prueba? - se acercó a
preguntarle.
-
Si, amigo, pero había pensado, por los comentarios que con la
primera fue suficiente.
-
No te quepa duda, pero las gestiones de los procesos oficiales, no sé
en otro sitio, pero aquí en España, son largas.
Sonriendo,
siempre con tranquilidad, sinceridad - con la lejanía de su sonrisa
que a Andrés le tenía intrigado preguntándose donde se la había
dejado, le dijo que allá donde estuviera y cuando fuera,
siempre estaba preparado para tocar.
Así
pues, se levantó delante de todos los oyentes, les indico que
cogieran el folleto y tras exponerles la obra y el movimiento
se dirigió hacia su plaza. En ese mismo instante, Pedro Ondara se
puso de pie y les dijo a los representantes
-
Entiendan señores, que en virtud de la excelencia y nivel que
pretendemos darle a nuestro instituto el motivo y escena de la obra
elegida no tiene la dificultad esperada, les voy a proponer otras
obra. Toque, Señor Vladimir, la fuga de la tercera sinfonía en Do
mayor de Stravinski.
Andrés
no cabía en sí mismo de extrañeza y dolor pues ¡cómo iba a
interpretar aquello!, era imposible sin ensayo preparatorio. Los
grandes necesitaban semanas de preparación.
-
Pero Pedro, es una obra complicadísima – dijo, sin que le oyera,
mirándole.
Todos
los músicos lo sabían y veían imposible que la tocara.
-
Sé que es complicada, pero quiero que nuestros invitados
representantes del ayuntamiento salgan contentos y sean capaces de
tomar una decisión justa.
Andrés
cayó en la silla pues no sabía si iba a saber comenzar. Él no
podía tocarla de memoria y no tenía, siquiera la partitura en su
despacho.
Pedro
jamás había superado su frustración de no ser más que un mediocre
buen músico y no un gran concertista. En esto había soñado toda su
infancia y juventud. Detestaba a los grandes intérpretes, su
relación con ellos cuando había acontecimientos políticos
necesarios era mínima. Le corroía la envidia. Al escuchar la otra
audición, había sabido al instante que Vladimir era un músico
magnifico, un gran intérprete, de lo mejor que había oído en su
vida. Pedro era pianista. Tenía todos los estudios teóricos habidos
en diferentes países, hechos y cursados, pero cuando empezó a
realizar conciertos y su mano cruzada debía de irse al otro lado del
teclado, llegaba a la siguiente tecla, no con el amor y cariño que
los geniales maestros pianistas hacían, sino con un golpe seco y un
escorzo sufrido. Si él no, los demás tampoco.
Vladimir
se puso de pie.
Se
adelantó, dejando atrás el atril de los micrófonos y se situó a
apenas dos metros de los examinadores. Se pasó la mano por su
cabello, miró con cariño el arco, le sonrió al violín, y comenzó
a tocar.
VI
Y
como una gran tormenta, las notas su violín llovieron sin fin por
toda la sala.
Secciones
de dieciséis notas en ocho segundos, muchas, punteados con dedos
pares, terribles cambios de agudos a graves, y el arco tomaba todos
los ángulos posibles.
Aquello
fue un huracán.
Stravinski
debió de perder a su madre el día anterior de escribirlo.
Furia,
angustia, terrible pero con toda le belleza que tiene cualquier cosa
tocada en aquel instrumento.
Allí
apenas a dos metros, cuando acabó, estaban todos agotados y
sudados más que el propio Vladimir.
La
música tomó cuerpo.
Realmente
magistral.
Hubieron
aplausos y felicitaciones.
No
se dudo ni un segundo en la entrada de Vladimir en el instituto,
incluso se empezó a hablar de más posibilidades.
Andrés
le dijo sonriente a, su ya amigo Vladimir, que le esperaba el próximo
miércoles para enseñarle las instalaciones de las clases y
prácticas y conociera a su alumnado, al que junto a Andrés y
ayudándole, iba a instruir.
-
Vladimir, necesito saber ya, tu apellido
No
le gustó la pregunta. En su expresión se notaba.
-
Vladimir Totosquini.
-
Y ¿de donde vienes?
Su
cara seguía seria, y tardó una eternidad en contestar.
-
De la ciudad que antes se llamó Leningrado
-
¿San Petersburgo?
-
Sí.
-
Vladimir, lo último, ¿cuantos años tienes?
Hizo,
parecía, el amago de irse. Pero Andrés necesitaba información.
-
Setenta y dos.
-
Espérate amigo, ahora vuelvo.
Sorprendido
por sus años, se giró hacia los invitados. Parecía, al menos, diez
años más joven. En 1983, hoy, setenta años – claro, él nació
en la entonces, Leningrado. No pudo pensar más y salio hacia las
conversaciones.
Andrés
comenzó a saludar a todos los visitantes. Tuvieron una afable
conversación entre Pedro, el representante del departamento de artes
y ciencias y el propio Andrés
-
¡Oh!, magnífico, maravilloso, sublime, ¡tenía fe ciega en este
desconocido y nuevo miembro de nuestro instituto – dijo Pedro, tras
sentir más rabia que nunca pues sabía había estado ante algo
grande.
Cuando
terminaron las formalidades, buscó a Vladimir. No lo encontró. En
un principio se sintió preocupado, pero ya pronto, pensó que así
era él. Discreto, sigiloso, sosegado, algo distante y realmente
misterioso, pero y ante todo un genio de la interpretación al que
esperaba darle la máximas posibilidades, para su bien y el de los
que le rodearan.
Le
esperaría este miércoles. Estaba seguro que no iba a faltar.
Volvió
a casa.
Despacito,
tranquilo, orgulloso y satisfecho.
Apenas
habían coches en las calles, pero volvió a no escuchar a los pocos
que circulaban
-
¿Qué tal la audición?, cariño.
-
Muy bien Elena.
-
Me gustaría conocer y oír a este músico y tan impresionado te
tiene. Igual podría escribir algo sobre él, y publicarlo en el
periódico.
-
No, no, amor mio, no. Vente algún día cuando lo convezca de que
toque en publico a escuchar su música, maravillosa, pero no te lo
voy a presentar para eso.
Si,
eso le dijo, pero intuía que detrás del pelo y barba canosos había
alguna historia realmente especial.
VII
Julio,
Paula, Margarita, Juan y David, observaban boquiabiertos la
interpretación de aquella pequeña estrofa por Vladimir.
Andrés
acompañaba a la música, girando al rededor de él y dirigiendo y
siguiendo el ritmo y la subida o bajada de escala con su lápiz.
-
Veis, la interrelación de las notas debéis hacerla con mucha
suavidad, por favor, Vladimir, repite del Sol a Re – esto es.
-
Chopin trataba de darle suavidad. Acordaros de bajar la presión del
arco.
Así
se desarrollaron las clases desde entonces. El tiempo pasaba rápido.
El disfrute era colectivo. Vladimir con un público agradecido,
Andrés pudiendo explicar y describir obras interpretadas tal y como
debían de hacerse y los alumnos, realmente impresionados por su
interpretación, por las explicaciones unisonas, y por el blanco de
su pelo y la tranquilidad de su mirada en Vladimir. Había magia en
aquellas clases.
Tras
ellas y entre comentarios afables pero divertidos salían los dos a
la cafetería. Café para Andrés, té, para Vladimir.
Sólo
hablaban de música.
Al
mes, Andrés encontró las fuerzas.
-
Vladimir, ¿cómo es que dejaste el helado y bonito mar báltico, la
histórica y antigua capital Rusa?
-
Mira, Andrés, mi pasado murió en aquella ciudad y entonces. Dejé
el lugar cuando no podía seguir allí. Hubieron diferentes
circunstancias que me llevaron a abandonarla. Decidí errar por toda
Europa compartiendo mi música. No me gusta hablar del pasado,
Andrés, hay demasiadas cosas que quiero olvidar.
Aquella
tarde hicimos el camino de vuelta juntos hasta
bifurcación de las calles y los caminos.
-
Bueno ¿tú a donde vas?
-
A Burjassot.
-
Pues tienes un camino importante
-
Sí, treinta minutos, es lo que todos deberíamos andar como mínimo.
Yo de joven, bajo la nieve del invierno, tenía que recorrer cuatro
kilómetros a la ida y a la vuelta del camino para ir al colegio.
Hasta que comencé, a los doce años a ir a la escuela de música, en
el carro del vecino que iba a la ciudad a vender su carne de cerdo,
todo había sido caminar. La actividad física era constante. Mi
abuelo, había tocado en la corte de Nicolás II, hasta que la tuvo
que dejar e irse bien lejos con la revolución y yo heredé su
violín. Lo había visto a él tocar, ya mayor y desde muy pequeño,
comencé a memorizar la posición de las notas. Mi abuelo se divertía
mucho enseñándome a colocarme el violín bajo el mentón. Mi amor
por la música y arte comenzó con él. Una vez muerto, con su violín
y mi amor, comencé a estudiar música.
-
¿Y tú, Andrés?
-
Mi historia es ampliamente diferente a la tuya. Nací durante la
segunda república, pase, durante mi infancia la guerra civil y
apenas tengo recuerdos de ella. Mi infancia, como la de todos los
Españoles, tanto de un lado como del otro, fue dura. Antes la música
era un asignatura obligada hasta muy tarde como y el latín, y el
Griego. Ahora, las humanidades se están dejando, para el mal del
mundo, olvidadas. Mi padre jamás comprendió, entonces por qué
elegí estudiar música. Me ha costado muchos años que me
entendiera. Ahora sé que lo disfruta y mucho. Aprendí a tocar, bajo
la terrible disciplina de nuestro profesor. Noches enteras bajo la
luz de las velas, leyendo a duras penas las notas.
Algo
le tuvo que pasar para que un hombre con su talento y posibilidades
dejase aquella preciosa e importante ciudad -salió pensando de la
conversación última hasta su casa.
Aquella
tarde buscó su nombre en Internet.
En
las muchas posibilidades y tras buscar concienzudamente, encontró la
que debía por todas las razones, responder a él. Interprete y
profesor de la antigua filarmónica de San Petersburgo (1931-1936),
Vladimir totosquine Acuna, premio concertista Ruso al violín durante
de 1931 a 1935, cuando ya no se presentó. Cuando dejó San
Petersburgo, debía haber aprendido, pues en su vida errante, según
había dicho, pocas posibilidades tuvo de seguir estudiando. Andrés
sabía que practicando casi cincuenta años pues vivía con y para su
violín, había cogido su máxima plenitud, pero tuvo que tener
grandes profesores y que mejor sitio que en la Rusia revolucionaria
de los comienzos del siglo XX.
Quería
y debía conocer más sobre Vladimir.
VIII
Vladimir
la había abierto los ojos y se decidió a llevar la música a la
calle.
Bajo,
al viejo cauce del río, a los grandes jardines que en el habían y
que cruzaban toda la ciudad. Franqueado por dos altos muros que
subían hasta altura de la calle, realizaban enorme jardín de 8 km
de longitud.
Se
fue a la zona donde solía ir con sus chavales, en frente del Palacio
de música donde muchas ocasiones había actuado.
Allí
comenzó a tocar.
Empezó
interpretando un bonito Vals, bailando con sus hijos, que iban detrás
de él mientras caminaban, girando sobre si mismos y bailando.
Mientras bordeaba el gran embalse con fuentes en su interior, como
gotitas, se fueron apuntando más niños que aquel viernes tras el
colegio, allí se encontraban jugando, bailando aquel bonito vals
Vienes.
Era
consciente de cada uno que se apuntaba a bailar formando un gran
grupo. Su alegría era enorme.
Tal
cual patitos detrás de su madre, los niños iban moviéndose con
gracia y con ritmo detrás de sus valses. Sus respectivos padres, con
las sonrisas, daban su aprobación.
-
la música en la calle – se dijo.
En
ocasiones, dejaba de tocar y dirigía sus movimientos, los de los
niños, moviendo al ritmo su arco del violín.
Cuando
acabó la pieza, lleno de alegría, continuo caminando y riéndose
con sus hijos.
Algunos
padres sacaron monedas y el pasó entre ellos, casi sin mirarles y
sonriendo ampliamente.
Elena,
con sus rodillas desnudas y juntas, su piel blanca y su oscuro
cabello, los observaba sentada entre las piedras de la escalera de
subida a la calle mientras se acercaban a ella. Sonreía feliz.
Dibujaban
una tierna y bonita imagen.
Guardó
el violín y buscaron algún lugar perdido en el inmenso jardín para
comerse unos grandes y sabrosos bocadillos.
Fue
un fin de semana muy relajante.
El
lunes se despertó más tarde y llego también algo más tarde de lo
normal.
Entró
en el pasillo que le llevaba a la clase que hoy les tocaba y comenzó
a escuchar a Vladimir que allí estaba ya.
-
¡No, no!, David, desprecia al público como él lo hacia, ¡estate
por encima de ellos!, Beethoven pecaba de misántropo. No hacía
música pesando el el publico, sino en ella misma. La amaba como tal
y no como medio. Reta a la humanidad con tu violín.
Andrés
apoyó su hombro en el marco de la puerta mientras le escuchaba con
interés.
-
Vamos, toca – continuó Vladimir
David
continuó
-
¡Más energía!, ¡mueve el violín con fuerza!, ¡que vibre!,
¡arranca las notas!
Era
la primera vez que veía a Vladimir como una persona de carne y
huesos, con emociones. David continuó y acabó.
Vladimir
se acercó, apoyó su frente sobre la del joven y le dijo.
-
Si quieres que vivan la música, vívela tú primero. Bien, aprendiz,
muy bien.
Andrés
intervino
-
Vladimir, llegaré siempre tarde, si esto es la que me voy a
encontrar.
Vladimir
se giró. Su tez alcanzó el sosiego y la tranquilidad habitual. Se
acercó y los dos se alejaron.
-
No Andrés, no, por favor, tú sabes mucha música, interpretas
magníficamente y además sabes enseñarla.
-
Y tú Vladimir, cumples con tu propio consejo. Vives la música y
esto te permite interpretar como lo haces. Es un nivel de
sensibilidad enorme.
-
Sí, sí, amigo, es una cualidad para hacer arte, pero también es
una actividad peligrosa para tu corazón. La sensibilidad fuera del
violín no siempre es buena – le dijo mientras le ponía su mano
sobre el hombro.
Se
quedaron mirándose.
Tenía
el corazón dolido, como sólo un artista puede tenerlo.
En
aquel momento lo tuve claro.
-
Bien alumnos, sacar el movimiento número 24 y comencemos. Paula,
vamos.
IX
Tras
un año magnifico de trabajo juntos llagaba el momento de hacer una
pequeña selección, por los respectivos avances y repartirlos en dos
grupos de trabajo a los alumnos. Uno sería el de
perfeccionamiento y el otro seguiría el aprendizaje.
Andrés
había decidido sin duda que él se encargaría del grupo de
aprendizaje y Vladimir llevaría el grupo de perfeccionamiento.
Andrés
tenía técnica, más técnica.
Vladimir
arte, más arte.
Así
debía ser, pensaba sin dudarlo, Andrés.
Para
ello debían discutir los alumnos que iban a formar los grupos.
Andrés lo tenía bien claro. María y David. David, 24 años,
estilo, fuerza, carácter y técnica, claro y María. Ella era una
joven prodigio, con 16 años tenía una técnica increíble.
Parecíase que había nacido con un violín entre las manos y hubiese
ahogado los lloros de su infancia jugando entre las notas de este
violín.
David
se movía en todas las piezas con una tremenda facilidad. Tenía el
arte dentro.
Pero
María había nacido para tocar. Las cuerdas lloraban o se reían
entre sus dedos.
Tenía
una dulce e inocente cara, que al verla interpretar te ibas total y
absolutamente de esta realidad. Así se lo dijo, convencido de la
coincidencia que iba a tener con Vladimir.
-
Vladimir, ¿qué me dices?
-
No.
Patidifuso
y obnubilado se quedó
-
¿quieres quitar a David?, ¿por qué?, es magnífico.
-
No.
No
se lo podía creer. María era lo mejor que había pasado por allí
en los últimos, al menos, 10 años.
-
Vladimir, la elección que he hecho es la que va a ser.
-
Muy bien Andrés, mañana ya no vendré a trabajar.
-
Pero, ¡qué dices!, ¡qué te pasa!
-
Es muy joven, demasiado joven. Necesita más tiempo para pasar a un
nivel superior. A los 16 años se es muy joven para ver la vida con
claridad y la música también
No
quería perderle y él podía tratar y trabajar intensamente a
María.
-
Está bien – le dijo mientras se alejaba, ven mañana a trabajar. A
primera hora te diré quien acompaña a David en el nivel de
perfeccionamiento.
Se
fue sin despedirse. Sabía que mentía. Los dos sabían que María
era una joya en bruto, pero, por nada en el mundo, quería que
Vladimir se fuera.
La
gente había comenzado a ir de oyente a sus clases de música para
escuchar sus correcciones y oír, sobre todo, tocar a Vladimir. Se le
había ofrecido mil veces hacer un concierto publico y él se había
negado mil veces también. Pero ya lo tenía cerca, lo estaba
convenciendo, sus negativas ya no eran tan rotundas. Lo iba a
conseguir, lo sabía.
Se
hablaba de él, pero Vladimir sólo se movía con Andrés hasta que
en el atardecer y los caminos se separaban y Vladimir se hundía,
solo, en la oscuridad de la ciudad.
La
gente no acababa de darse cuenta, Andrés sí. Era un autentico genio
que podía estar en lo más alto de la fama. Quería dársela.
Andrés lo veía irse, con su gabardina y sombrero desde lo lejos,
por el mismo lugar, al mismo ritmo y siempre en la soledad.
Tenía
que descubrir qué era lo que le apartaba del mundo. Como ayudarle a
vencer esa angustia que parecía tener reflejado en su distancia,
¿qué era lo que atenazaba su alma y mantenía encarcelado a su
espíritu?
Se
iría a San Petersburgo.
A
la filarmónica de allí.
Conocería
sus secretos y le haría abrir su corazón y sus penas.
X
Se
había puesto en contacto con Arkaia.
La
conocía durante muchos años, pues había participado en varios
conciertos internacionales, en los cuales habían tocado juntos. Ella
era pianista.
El
ayuntamiento de valencia había subvencionado actividades conjuntas e
intercambios de alumnado, lo que había producido que tuvieran una
amistad más intensa.
Necesitaba
su bayud para ir a la antigua capital del imperio Ruso, San
Petersburgo, de los zares. Cuando nació Vladimir, se llamaba
Leningrado en recuerdo del recién fallecido Lenin. Andrés no sólo
no hablaba Ruso, sino que además duda mucho que supiera cual se
hablaba si no estuviese en la propia Rusia.
Salía
de Valencia a las 9'30 de la mañana, en Madrid cogería el avión
hacia Berlín. Serían tres horas a Berlín, dos horas de espera y
tres de nuevo de éste a San Petersburgo. Llego ya a las 7siete pm y
la noche ya dominaba totalmente el ambiente.
El
hotel se encontraba relativamente céntrico. Era de trazos modernos y
actuales, aun que estaba en el centro de la ciudad y podía verse el
precioso centro histórico, pues durante 300 años fue la capital del
imperio. Palacios, glorietas, estatuas. Patrimonio de la humanidad.
Vladimir
debía para ir allí, coger el carro de su vecino, cuando llevaba la
carne de cerdo, para entrar de las pobres barios radiales a las ricas
zonas centrales.
Durmió
tranquilo, pues bien lo necesitaba.
A
las 11'30 de la mañana, apareció Arkaia. Alta y robusta, nariz
redondeada y ojos achinados. Muy simpática y agradable. Hablaba un
español perfecto, pero la hacía con un acento muy marcado que hacia
que los dos se rieran.
Conversaron
muy alegremente. Se tenían una amistad muy sana y profesional.
Hablaron
de anécdotas familiares y del trabajo, largo y tendido.
En
un punto final de la conversación ya, Andrés le preguntó por
Vladimir. Arkaia no lo conocía. Era muy joven para ello, tenia 45
años, unos menos que Andrés. El tenía la confianza que, debido a
su calidad, hubiera tenido alguna referencia de Vladimir. Pero, no,
no fue así.
-
Ahora bien Andrés – los dos volvieron a sonreír al escuchar como
pronunciaba su nombre, cuando era pequeña recibí clases de
una ya mayor mujer entonces, en la escuela oficial de música, sigo
teniendo una buenísima.
Fuimos
a verla.
La
casa era de la aristocracía de principios de siglo, antes de la
revolución. Estaba hecha a ladrillo descubierto, con unos lkadrillos
de un rojo suave. Tenía dos pisos. El tejado era a dos aguas y con
pizarra negra. Era bonita, mucho.
Lamamos
a la puerta y una anciana nos abrió. Las caras de felicidad entre
las dos mujeres eran autenticas.
La
anciana se sentó al fondo de un antiguo comedor, totalmente
perteneciente a principios del siglo XX y nos invitó a que allí
fuéramos. La modernidad artística apenas había entrado en San
Petersburgo. Vestía un traje, con bordados, de tono oscuro y tenia
el cabello blanco como la leche. Tenía los ojos muy cerraditos, pero
con mucha vida y brillantes. Sí, sí, 90 años muy bien llevados.
Comenzaron a hablar con mucho cariño, amor y respeto. Arkaia había
aprendido gran parte de su técnica y sobretodo el amor al piano.
Entre alguna risa y comentario, que por el tono, me pareció
cariñoso. El nombre de Vladimir sonó en la conversación e
inmediatamente la cara de la anciana cambió totalmente. Abrió los
ojos y se dirigió en Ruso a Andrés y éste miró de inmediato a
Arkaia.
-
Si está vivo todavía, te pregunta.
-
Sí,
La
abuelita giró la cabeza hacia la única ventana que permanecía sin
las cortinas cerradas. Estuvo un largo momento inmóvil pensando,
hasta que se dirigió Arkaia y esta me preguntó
-
¿Sigue tocando, me dijisteis?
-
Sí, y dile que es un maestro, un virtuoso, que nos tiene a todos impresionados, que me lo encontré en la calle tocando y así me dijo que se está, desde hace muchos años, recorriendo Europa. Yo le he conseguido un trabajo, en el cual para ir a más debo de saber más cosas de él, -y éste era el motivo que le traía, se dijo para si, quería saber que mal tenía en el alma, que pena en el corazón que le impedía salir del misterio y la lejanía para poder realizarse, totalmente como músico. Andrés le expuso que no dudaba que era grande, muy grande.
Los
labios de la mujer, comenzaron a dibujar una sonrisa leve, ligera de
ternura y comprensión. Sus ojos cayeron en un momento feliz del
lejano pasado y comenzó a hablar, mientras Arkaia le traducía.
-
La mujer nos afirma Andrés, nunca, ni entonces ni ahora ha oído tocar así el violín e interpretar como él las piezas.
XI
LOS TRAFICANTES
CAPITULO I
Los viejos taxistas
fumaban apoyados en sus vehículos mientras observaban a los posibles
clientes salir del hotel. El portero del bingo situado en la acera de
enfrente contaba el número de clientes que salían y cogían un
taxi. El último de los taxistas recién llegado a la cola observaba
a los qué entraban en el bingo un martes a las ocho tarde y no eran,
claramente, jubilados. La mujer en la recepción del propio hotel,
entre los clientes, vigilaba constantemente al portero del bingo.
Estaba enamorada de él y éste de ella.
Pasaba, Andrés
entre este fuego de miradas, sabiendo que existían y lo que había.
Estaba al tanto de todo.
Los coches
comenzaban a acerar los motores para coger la carreta de salida,
mientras los de la calle ayacente que se acercaba hacia la salida
hasta encontrar el semáforo, esperaban impacientes. En una de los
coches que esperaban, estaba, para tomar la primera salida el
vigilante del hotel. El resto se iba, plácidamente, a sus casas
situadas en las urbanizaciones en las rodalías de la salida.
Era su séptimo mes
trabajando aquí. Estaba ya cansado de esta misión.
El director del
hotel volvía sobre las ocho, como casi todos los días de la semana
a ver a su amante, la administrativa de una de las oficinas más
grandes del edificio de despachos contiguo. Los dos mentían, todos
lo sabían. En una hora y cual reloj, habían terminado y cada uno a
su casa. El dueño del hotel tenía chófer que tranquilamente se
esperaba, mientras consultaba asuntos en su móvil, a que su jefe,
pegara el polvito, como le había dicho a Andrés en alguna ocasión.
A Andrés le
importaban bien poco todos los asuntos sobre el director, la buscaba a ella. Estaba allí
por asuntos máximos de venta de armamentos y trafico humano. Tenía
ganas de llevarse a la hija de puta con la pistola en la sien y no
tener que cobrar entradas de salida a cuatro capullos.
A las ocho y media
de la tarde, pasaba, en su turno especificado, el coche de la
policía. Azul oscura y con luces azules también pero claras y
luminosas que llamaba realmente la atención. Aun jugando en el mismo
bando no se conocían. Andrés era de la secreta y sólo lo sabía,
para el disgusto de ella, su madre. Siempre el policía de la
nacional observaba con su vista las dos ceras en su completo, bingo,
hotel, taxistas, clientes y a Andrés, de arriba abajo. Los policías
se huelen entre ellos.
Terminaba la jornada
a las once y tenía la parada del metro justo en la puesta del
trabajo.
La señora, que su
primer impulso había sido siempre detenerla, subió. Parecía que
fuese a matar a alguien cada uno de los días que subía. Con una
cara impertérrita y siempre una chaqueta, verano o invierno,
observaba a todos los pasajeros uno a uno. En su parada, por
horarios comunes siempre se producía el cambio de turno de las
cajeras y siempre la que se iba con la que venia, mantenían una
exagerada conversación contándose la una a la otra todas las penas
y dolores que las perseguían. Llegó a casa y se quitó la pequeña
pistola automática calibre veinticinco para dejarla en el cajón del
mueble de la entrada. Silvia, su única hija, sabía de su peligro.
En muchas ocasiones, como aquella noche, su mujer estaba fumándose
un cigarro en el balcón de su casa, en el cual pasaba bastante rato
observando a todos aquellos grupos de personas que se reunían a
tomarse un copa en la nutrida calle de terrazas. Tenía una llamada
del inspector jefe. Debía de concertar una cita en aquellas horas
que no trabajara. A la que perseguía era a la dueña del hotel y
Andrés no debía llamar en absoluto la atención por sus ausencias.
Andrés pensaba, irónicamente, que se va a ganar el titulo de
trabajador del año y que le va a pedir al jefe de departamento que
el salario que le paga la matona dueña no fuera a la cuenta del
departamento sino a la suya. Le dirá que no – lo pensaba y lo
sabía.
Al día siguiente,
convencido que iba a ser un día como cualquier otro, con la máxima
-imposible tener más, se decía él, resignación, se encaminó
hacia el garaje. Tras dos matutina horas de gente llegando al
trabajo con prisas y con mucha falta de almohada, apareció la
peligrosa dueña en un lujoso Jaguar negro.
Del asiento del
copiloto, salio su joven amante putito que ésta gastaba. Alto,
musculado, guapo y, me imagino, armado. Se puso de pie y miró a todo
su alrededor mientras la dueña, Paula, sacaba las piernas libres
hasta las rodillas. No era de una gran belleza, pero no le hacía
falta para atraer a todos los allí estuviesen. Llena de estilo,
insultaba a todos los que la rodeaban con su mirada.
Iba armada seguro.
Fijándose en las otras veces que la había estado, vio que llevaba
normalmente, o al menos en el hotel, una pistola, por su delgadez,
automática, en la parte trasera de la cintura. Con chaqueta no se
veía el bulto, salvo aquel día que ese agacho y lo pude ver.
Calibre, al menos treinta y ocho. Allí se quedaron, de pie al lado
del coche, mientras Andrés, tratando de disimular al máximo su
investigación, salió a barrar por las afueras de la cabina. Apenas
dos minutos después, un coche americano y negro también, bajo las
rampas y aparcó. Salieron tres hombres y una mujer, y también
atentos a que que hubiese, se acercaron hacia la pareja primera. Se
dieron las manos y subieron por la puerta de entrada al hotel. Andrés
saco su móvil y dijo “la pipa está llena de tabaco”. La
operación comenzó. Están todos, ¡vamos!, pensó Andrés.
CAPITULO II
Suscribirse a:
Entradas (Atom)