CAPITULO I
Los viejos taxistas
fumaban apoyados en sus vehículos mientras observaban a los posibles
clientes salir del hotel. El portero del bingo situado en la acera de
enfrente contaba el número de clientes que salían y cogían un
taxi. El último de los taxistas recién llegado a la cola observaba
a los qué entraban en el bingo un martes a las ocho tarde y no eran,
claramente, jubilados. La mujer en la recepción del propio hotel,
entre los clientes, vigilaba constantemente al portero del bingo.
Estaba enamorada de él y éste de ella.
Pasaba, Andrés
entre este fuego de miradas, sabiendo que existían y lo que había.
Estaba al tanto de todo.
Los coches
comenzaban a acerar los motores para coger la carreta de salida,
mientras los de la calle ayacente que se acercaba hacia la salida
hasta encontrar el semáforo, esperaban impacientes. En una de los
coches que esperaban, estaba, para tomar la primera salida el
vigilante del hotel. El resto se iba, plácidamente, a sus casas
situadas en las urbanizaciones en las rodalías de la salida.
Era su séptimo mes
trabajando aquí. Estaba ya cansado de esta misión.
El director del
hotel volvía sobre las ocho, como casi todos los días de la semana
a ver a su amante, la administrativa de una de las oficinas más
grandes del edificio de despachos contiguo. Los dos mentían, todos
lo sabían. En una hora y cual reloj, habían terminado y cada uno a
su casa. El dueño del hotel tenía chófer que tranquilamente se
esperaba, mientras consultaba asuntos en su móvil, a que su jefe,
pegara el polvito, como le había dicho a Andrés en alguna ocasión.
A Andrés le
importaban bien poco todos los asuntos sobre el director, la buscaba a ella. Estaba allí
por asuntos máximos de venta de armamentos y trafico humano. Tenía
ganas de llevarse a la hija de puta con la pistola en la sien y no
tener que cobrar entradas de salida a cuatro capullos.
A las ocho y media
de la tarde, pasaba, en su turno especificado, el coche de la
policía. Azul oscura y con luces azules también pero claras y
luminosas que llamaba realmente la atención. Aun jugando en el mismo
bando no se conocían. Andrés era de la secreta y sólo lo sabía,
para el disgusto de ella, su madre. Siempre el policía de la
nacional observaba con su vista las dos ceras en su completo, bingo,
hotel, taxistas, clientes y a Andrés, de arriba abajo. Los policías
se huelen entre ellos.
Terminaba la jornada
a las once y tenía la parada del metro justo en la puesta del
trabajo.
La señora, que su
primer impulso había sido siempre detenerla, subió. Parecía que
fuese a matar a alguien cada uno de los días que subía. Con una
cara impertérrita y siempre una chaqueta, verano o invierno,
observaba a todos los pasajeros uno a uno. En su parada, por
horarios comunes siempre se producía el cambio de turno de las
cajeras y siempre la que se iba con la que venia, mantenían una
exagerada conversación contándose la una a la otra todas las penas
y dolores que las perseguían. Llegó a casa y se quitó la pequeña
pistola automática calibre veinticinco para dejarla en el cajón del
mueble de la entrada. Silvia, su única hija, sabía de su peligro.
En muchas ocasiones, como aquella noche, su mujer estaba fumándose
un cigarro en el balcón de su casa, en el cual pasaba bastante rato
observando a todos aquellos grupos de personas que se reunían a
tomarse un copa en la nutrida calle de terrazas. Tenía una llamada
del inspector jefe. Debía de concertar una cita en aquellas horas
que no trabajara. A la que perseguía era a la dueña del hotel y
Andrés no debía llamar en absoluto la atención por sus ausencias.
Andrés pensaba, irónicamente, que se va a ganar el titulo de
trabajador del año y que le va a pedir al jefe de departamento que
el salario que le paga la matona dueña no fuera a la cuenta del
departamento sino a la suya. Le dirá que no – lo pensaba y lo
sabía.
Al día siguiente,
convencido que iba a ser un día como cualquier otro, con la máxima
-imposible tener más, se decía él, resignación, se encaminó
hacia el garaje. Tras dos matutina horas de gente llegando al
trabajo con prisas y con mucha falta de almohada, apareció la
peligrosa dueña en un lujoso Jaguar negro.
Del asiento del
copiloto, salio su joven amante putito que ésta gastaba. Alto,
musculado, guapo y, me imagino, armado. Se puso de pie y miró a todo
su alrededor mientras la dueña, Paula, sacaba las piernas libres
hasta las rodillas. No era de una gran belleza, pero no le hacía
falta para atraer a todos los allí estuviesen. Llena de estilo,
insultaba a todos los que la rodeaban con su mirada.
Iba armada seguro.
Fijándose en las otras veces que la había estado, vio que llevaba
normalmente, o al menos en el hotel, una pistola, por su delgadez,
automática, en la parte trasera de la cintura. Con chaqueta no se
veía el bulto, salvo aquel día que ese agacho y lo pude ver.
Calibre, al menos treinta y ocho. Allí se quedaron, de pie al lado
del coche, mientras Andrés, tratando de disimular al máximo su
investigación, salió a barrar por las afueras de la cabina. Apenas
dos minutos después, un coche americano y negro también, bajo las
rampas y aparcó. Salieron tres hombres y una mujer, y también
atentos a que que hubiese, se acercaron hacia la pareja primera. Se
dieron las manos y subieron por la puerta de entrada al hotel. Andrés
saco su móvil y dijo “la pipa está llena de tabaco”. La
operación comenzó. Están todos, ¡vamos!, pensó Andrés.
CAPITULO II
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