lunes, 8 de diciembre de 2014

LOS TRAFICANTES



CAPITULO I

Los viejos taxistas fumaban apoyados en sus vehículos mientras observaban a los posibles clientes salir del hotel. El portero del bingo situado en la acera de enfrente contaba el número de clientes que salían y cogían un taxi. El último de los taxistas recién llegado a la cola observaba a los qué entraban en el bingo un martes a las ocho tarde y no eran, claramente, jubilados. La mujer en la recepción del propio hotel, entre los clientes, vigilaba constantemente al portero del bingo. Estaba enamorada de él y éste de ella.
Pasaba, Andrés entre este fuego de miradas, sabiendo que existían y lo que había. Estaba al tanto de todo.
Los coches comenzaban a acerar los motores para coger la carreta de salida, mientras los de la calle ayacente que se acercaba hacia la salida hasta encontrar el semáforo, esperaban impacientes. En una de los coches que esperaban, estaba, para tomar la primera salida el vigilante del hotel. El resto se iba, plácidamente, a sus casas situadas en las urbanizaciones en las rodalías de la salida.
Era su séptimo mes trabajando aquí. Estaba ya cansado de esta misión.
El director del hotel volvía sobre las ocho, como casi todos los días de la semana a ver a su amante, la administrativa de una de las oficinas más grandes del edificio de despachos contiguo. Los dos mentían, todos lo sabían. En una hora y cual reloj, habían terminado y cada uno a su casa. El dueño del hotel tenía chófer que tranquilamente se esperaba, mientras consultaba asuntos en su móvil, a que su jefe, pegara el polvito, como le había dicho a Andrés en alguna ocasión.
A Andrés le importaban bien poco todos los asuntos sobre el director, la buscaba a ella. Estaba allí por asuntos máximos de venta de armamentos y trafico humano. Tenía ganas de llevarse a la hija de puta con la pistola en la sien y no tener que cobrar entradas de salida a cuatro capullos.
A las ocho y media de la tarde, pasaba, en su turno especificado, el coche de la policía. Azul oscura y con luces azules también pero claras y luminosas que llamaba realmente la atención. Aun jugando en el mismo bando no se conocían. Andrés era de la secreta y sólo lo sabía, para el disgusto de ella, su madre. Siempre el policía de la nacional observaba con su vista las dos ceras en su completo, bingo, hotel, taxistas, clientes y a Andrés, de arriba abajo. Los policías se huelen entre ellos.
Terminaba la jornada a las once y tenía la parada del metro justo en la puesta del trabajo.
La señora, que su primer impulso había sido siempre detenerla, subió. Parecía que fuese a matar a alguien cada uno de los días que subía. Con una cara impertérrita y siempre una chaqueta, verano o invierno, observaba a todos los pasajeros uno a uno. En su parada, por horarios comunes siempre se producía el cambio de turno de las cajeras y siempre la que se iba con la que venia, mantenían una exagerada conversación contándose la una a la otra todas las penas y dolores que las perseguían. Llegó a casa y se quitó la pequeña pistola automática calibre veinticinco para dejarla en el cajón del mueble de la entrada. Silvia, su única hija, sabía de su peligro. En muchas ocasiones, como aquella noche, su mujer estaba fumándose un cigarro en el balcón de su casa, en el cual pasaba bastante rato observando a todos aquellos grupos de personas que se reunían a tomarse un copa en la nutrida calle de terrazas. Tenía una llamada del inspector jefe. Debía de concertar una cita en aquellas horas que no trabajara. A la que perseguía era a la dueña del hotel y Andrés no debía llamar en absoluto la atención por sus ausencias. Andrés pensaba, irónicamente, que se va a ganar el titulo de trabajador del año y que le va a pedir al jefe de departamento que el salario que le paga la matona dueña no fuera a la cuenta del departamento sino a la suya. Le dirá que no – lo pensaba y lo sabía.
Al día siguiente, convencido que iba a ser un día como cualquier otro, con la máxima -imposible tener más, se decía él, resignación, se encaminó hacia el garaje. Tras dos matutina horas de gente llegando al trabajo con prisas y con mucha falta de almohada, apareció la peligrosa dueña en un lujoso Jaguar negro.
Del asiento del copiloto, salio su joven amante putito que ésta gastaba. Alto, musculado, guapo y, me imagino, armado. Se puso de pie y miró a todo su alrededor mientras la dueña, Paula, sacaba las piernas libres hasta las rodillas. No era de una gran belleza, pero no le hacía falta para atraer a todos los allí estuviesen. Llena de estilo, insultaba a todos los que la rodeaban con su mirada.
Iba armada seguro. Fijándose en las otras veces que la había estado, vio que llevaba normalmente, o al menos en el hotel, una pistola, por su delgadez, automática, en la parte trasera de la cintura. Con chaqueta no se veía el bulto, salvo aquel día que ese agacho y lo pude ver. Calibre, al menos treinta y ocho. Allí se quedaron, de pie al lado del coche, mientras Andrés, tratando de disimular al máximo su investigación, salió a barrar por las afueras de la cabina. Apenas dos minutos después, un coche americano y negro también, bajo las rampas y aparcó. Salieron tres hombres y una mujer, y también atentos a que que hubiese, se acercaron hacia la pareja primera. Se dieron las manos y subieron por la puerta de entrada al hotel. Andrés saco su móvil y dijo “la pipa está llena de tabaco”. La operación comenzó. Están todos, ¡vamos!, pensó Andrés.


CAPITULO II

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