Sería
sobre la cinco de la tarde.
Del
trabajo se iba y dispuesto y preparado para subir los pies a los
laterales del sillón, seguir con el libro, allá donde dejo de
leerlo el ultimo día y deleitarse escuchando el silencia de la
casa, pues había trabajado ese Sábado mañana y su mujer e hijos se
habían ido a pasar el fin de semana fuera de la ciudad.
Allí
iban delante suyo un grupo de jóvenes.
El
mas alto y fuerte le decía al mas delgadito, con cara de
camaradería y convicción que ya era hora que realizase el viaje
sin billete y se colara. El delgadito no dijo nada y se quedó, con
cara inocente mirando a su amigo, y cuando ya se hacía largo, subió
una ceja y le hizo senas al fuertote, indicándole que le iba a
seguir. Pasó la tarjeta, marcó un viaje, pero haciendo el trenecito
entraron los dos.
Aun
pensando en el sillón, pudo ser testigo de toda esta escenificación,
mientras se reía y se acordaba de aquellas que él hizo cuando sus
pensamientos sobre el futuro no llegaban a dos días, los mismos que
les durarían a estos chavales que estaba viendo bajar riéndose por
las escaleras.
Al
fondo de la estación estaba el, ya resabido de todo, revisor del
metro.
Cinco
años trabajando allí, siendo consciente de las virtudes y
defectos de su trabajo y a las que les encontraba un saldo positivo.
Tenía unos horarios impositivos, unas regularidades inviolables y
trabajaba algún día festivo y sábado, pero por el otro lado de la
tortilla, estaba el poco estrés y el nulo trabajo para casa.
El
metro estaba llegando y los chavales no habían visto al revisor.
Seguían con las risas y bromas que eran normales y el asunto del
"sinpa" del flaquito, los tenía algo más excitados.
El
metro estaba muy lleno.
Los
primeros en entrar fueron los jóvenes y desde la puerta central
caminaron, poco a poco tropezando con la mucha gente, hasta el fondo
del tren. El hombre que llevaba colgando su sillón y su libro,
despacito se apoyo en la puerta enfrente de la que había entrado y
se quedó observando las risas del grupito del valiente joven que se
había colado y, tras esto, giró la cabeza mientras pensaba
diciendose que le caían bien y cuando apenas le dio tiempo a apoyar
la cabeza en la pared, el revisor, un tanto obeso, con gorra y traje
azul, apareció delante suyo.
El
revisor pensaba en sus cosas pues había automatizado todos y cada
uno de sus movimientos y era capaz de recorrer el tren entero sin
mirarle a la cara a ningún usuario. Los muchachos estaban hacia la
derecha y hacia allí, acompañado del juguetón destino, fue el
revisor.
El
hombre al cual el sillón se le estaba evaporizando, tuvo el primer
movimiento y la intención de ir a avisarle, a sabiendas que son
cincuenta euros del bolsillo del joven, sin saber lo que le iban a
doler y un pequeño, pero claro, golpe a su persona pues en un primer
viaje, pillado. Pero había mucha gente y pronto se le pasaron los
calores mientras pensaba que lo verían y se irían por la anterior
puerta, al final y la única que quedaba ya entre medias del juez y
el verdugo.
Todos
menos el flaquito, estaban bastante relajados, y éste, no era alto y
tenía que moverse para buscar el hueco donde vigilar lo que viniera.
Entonces, con el tiempo parado, alzó los pies y le vio. Bajó los
talones con una cara serena de sorpresa como si estuviera fuera de
este ejemplo de mala suerte y mientras tocábales suavemente los
hombros a sus amigos, señalaba al revisor. Todos miraron rápidamente
a la única puerta posible y también vieron todos a la vez el cartel
diciendo que estaba estropeada.
El
hombre ya, con el libro por los aires, había leido el cartel. Se
autotranquilizaba afirmando la poca gravedad del asunto y del hecho
que sólo iba a ser una cuestión de cachondeo pasado un tiempo.
Pero tenía buena vista y estaba viendo la mirada, ya consciente, de
lo que le venía, del joven, que sin tener ningún problema, era
introvertido y vergonzoso.
El
revisor seguía, sin parar pero con tranquilidad y sosiego,
recogiendo los billetes mientras pensaba, pues lo había comprobado,
en la posibilidad de saber, sin hablar con esta persona, datos
generales sólo con la forma de dar el billete. Puede averiguar los
que vienen de sus casas a los que vuelven a ellas. Llevaba muchos
años aquí, después de su triste aventura, de años también, dando
clases en aquel pequeño colegio
En
un momento como otro cualquiera, ambos dos subieron la cabeza y se
miraron y se creyeron reconocer como profesor y maestro. El joven
asustado bajo la cabeza mientras el revisor la mantuvo alta
pensativo, preguntándose si era un de los últimos alumnos que tuvo,
hace cinco años pues le parecía físicamente y le cuadraban el
aspecto actual del grupo con la edad que tenia este supuesto alumno
entonces.
Temblando
estaba cuando descubrió, además, que era el antiguo profesor de
matemáticas que tuvo en el colegio, con el que no se llevaba mal,
pero poco hablaba con él pues no aguantaba a sus amigos, que eran
justo los que le rodeaban, pero y, con billete.
Era
capaz de rumiar el parecido de la persona que había visto, mientras
seguía con la correcta y normal comprobación de los billetes.
Poco a poco, sin prisa pero sin pausa, se acercaba, al entonces, pues
así se sentía, desgraciado exalumno. Mientras el revisor se
acercaba en el horizonte, los amigos buscaban colocaciones y
posiciones que pudieran evitar que le pidiera el billete, y en el
caso que así fuera, pensar que le iban a decir. Emocionados y tensos
estaban todos, mientras la máquina del terror avanzaba sin tener
piedad con ningún billete.
El
revisor, comenzaba a centrarse con claridad y a distinguir a todo
aquel grupo y pensaba, como un ejercicio más de ironía en esta
vida, que el único que le caía bien era el delgadito que no le iba
a revisar el billete a cambio de una sonrisa y sincero saludo, así
pues, con claridad y valentía, se encaminó hacia el grupo.
Las
piernas del delgadito temblaban. Lo veía acudir con la frente alta
hacia ellos. Sabía que su grupo no le había caído bien y que por
extensión, pensaba que él tampoco. Pendulando sus ojos en
horizontal, buscaba alguna salida de aquella situación sin final
feliz.
Abatido,
resignado, con las manos bajas y espíritu sombrío, veía al revisor
acercarse con una gran sonrisa e ilusión hacia su persona y cuando
veía esto, temblaba más pues lo escuchaba como una orquesta de
cinismo.
Y,
entonces, habiendo dejado aparcado el sillón y el libro, apoyados en
la puerta enfrente de la de salida, se acercó, el primero que había
salido del trabajo, y cogiendo por el hombro al revisor éste se
giró, y, al darse la vuelta, comenzó a insistirle en que se
conocían, si no se acordaba de él, de la infancia, gesticulando,
mientras, y mirándole disimuladamente, le hacía gestos al chaval,
por detrás de la espalda del benovolo juez por todos desconocido,
que pasara y que se fuese.
El
hombre y su uniforme azul no podía dejar de sorprenderse por el
sujeto, que con una pinta absolutamente normal no dejaba de decir
tonterías que ni el mismo se las creía y más asombrado se quedó
cuando todo tal y como empezó, acabó bajando, el extraño en esta
parada, el último y a toda prisa. Y la vida seguía riéndose a
carcajadas contemplando la pequeña cara de tristeza que puso el
revisor al contemplar que un pequeño trocito de su pasado habíase
evaporado entre las paradas, - me caía bien, se decía, mientras
recordaba su cara de intriga en la realización de las integrales, su
utilización y su destino.
De
milagro consiguió bajar en su parada y el calorcito de sus
zapatillas de noche ya podía sentirlo cuando comenzó a escalar los
escalones de la escalera.
Los
amigos habían avanzado, pero él permanecía allí de pie,
esperándolo.
Sus
miradas se juntaron nada más que se encontraron los dos en el mismo
plano, nivel.
Mantuvieron
unos ojos enfrente de los otros hasta estar apenas a dos metros.
El
jovencito no sabía que decir ni pensar, pues le había ayudado ¿no?,
¿cómo lo sabía?, ¿los gestos que saliese por el lugar donde no le
pillarían fueron nomás que imaginación? No cabía, más en su
agradecimiento, pero éste era poco para su curiosidad e intriga.
Al
salir se cruzaron, se sonrieron y cada uno siguió su camino. Allí
aparcó la satisfacción de uno y siguió viva lo curiosidad del
otro.
El
revisor, al par de billetes subsiguientes ya había olvidado todo
pensando en la suma de cifras infinitas que realizan las
integrales.
Y
paso otro metro y detrás de éste otro y así todos los días.
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