Crujiendo bajo la suela de sus pies, las hojas del pequeño jardín urbano le abstraían de sus propios mareos autoimpuestos en sus pensamientos.
Había dejado a María, murió su recuerdo, en el pasado.
Habíanlo intentado hacia y en todas las direcciones.
Andrés, no podía más, pero se preguntaba hasta que punto debía buscar lo que ansiaba. Llegar hasta aquel lugar que el destino le tenía guardado. Aquella mujer con la que no tendrá más que respirar con regularidad al lado de ella para ser feliz.
Pero dudaba que esto fuera así y cotejaba y sopesaba cuando su relación, por naturaleza propia, dejaba de ser un necesario camino de rosas.
-Si no cambiamos de talante los dos, nuestra relación será imposible- Andrés le había dicho minutos antes María.
-¿quieres decir que aguantemos, con sacrificio y resignación nuestras grandes particularidades? -le apuntó María
-!Quiero decir que el destino no existe, no tienes una pareja esperandote¡, hay que trabajarlo.
-Es decir -continuó María, un acto voluntarioso.
Siguieron hablando durante un largo rato hasta que, entre sonrisas de aquellos que no se creen nada o la de estos que están absolutamente perdidos, se despidieron para siempre.
Andrés era totalmente consciente que con voluntad en la acción, la relación hubiera seguido.
No hay Ada -se decía, ni magos, ni brujas del amor, lo que vive es diréctamente proporcional a la voluntad que se ponga.
Ahora lo sabía, era consciente y se sentía perturbado por haber hecho del viaje del amor entre el mar de la dulzura a una ebria tormenta de ácidas y dulces aventuras, donde el descanso no tenía posada.
-!El destino, Andrés, volverá juntarnos¡
-Ana -le dijo mientras se giraba ya debajo del marco de la puerta de salida, desengáñate ya, el destino no existe.
Convencido y decidido a no volver allá donde ya estuvo, cerró la puerta y desapareció de la vida de María.
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