La mesa era para seis personas. Toda ella se encontraba
cubierta por dos lamparas colgantes ambas dos con una gran cobertura
circular. Las bombillas eran de baja potencia y los faldones tenían
tonos amarillentos. Había de todo menos la pureza de la luz blanca.
Lo iluminado, dibujaba un espacio sagrado donde bailaban las cartas.
Andrés había entrado con todos los demás.
Sin sonrisas pero con amabilidad se fueron quitando las
cazadoras y las gafas oscuras. El último que se negó a quitárselas
mientras jugaba, perdió y además nunca jamás fue de nuevo
invitado. Tenía diferentes edades, como él, 43 años, pensó que
dos, dos más mayores y el sexto invitado, que esperaba que entrara y
fuese su gatita, que arañaba a los ojos cuando jugaba. La ropa es
adecuada, según sea quien y como la lleve y Andrés siempre andaba
bien vestido. Mucha clase. Con las botas de piel o la chaqueta. Lo
llevaba impreso , su estilo, con números en su frente.
Andrés se quitó su cazadora de piel y dejó enseñar
una deportiva chaqueta gris con una oscura camisa azul. Vestía de
una manera muy atípica. Pero la ropa no es bonita, lo parece o no,
según quien la lleve.
En medio de la mesa, había un gran cuenco plateado, en
el que cada uno de los que en aquella mesa se habían sentado, había
puesto 10.000 euros, cogiendo las fichas correspondientes a aquel
dinero.
Había que gastárselo todo. El montante total de las
apuestas de aquella partida y de cada uno de ellos debiérase ser, de
10.000 euros, ganara o perdiera. Si no las hubiera apostado a lo largo de la partida, todo
iría a la última mano. En aquella mesa no estaban espectadores, no
se venía a pasearse. Eran emociones fuertes. O te ibas con un
pellizco fuerte de cash, o perdías digamos casi todos los euros del
principio. Que eran dinero que ya dolía, bastante o mucho, al
perderlo.
Había dinámica. Sufrimiento, alegría y dolor.
Debías ser duro para aguantar, con asiduidad, ganandote
la vida entre las partidas. Flotando a la par que las cartas vuelan
hacia tu posición, creciendo observando la cara de aquel que te mira
y calcula, viajando entre los dedos de aquel que mueve sus fichas en
las apuestas. Es el sueño del dinero fácil, es vivir en aquel
momento y justo ese día.
Cuando Antonio, el más mayor de los entonces cinco, se
disponía a cerrar la puerta, apareció Ana. No lo llevaba, pero
Andrés, así como todos los demás, les pareció que entraba con los
ojos cubiertos por el antifaz del misterio. Dos mujeres y cuatro
hombres, pero en estas partidas no existía el género.
Se disculpo, amablemente, y sin esbozar ni la más leve
sonrisa. No haría prisioneros, no habría piedad. Allí. Con Andrés,
apenas cruzó una mirada de indiferencia. La distancia entre la
tierra y la luna era poca para la distancia que parecía que tuvieran
los dos en aquel momento y lugar cuando la noche anterior, desnudos
en la cama se habían contado todos sus secretos a los oídos.
Era la primera de las 10 partidas previstas.
Sería la más relajada y tranquila.
El presupuesto para jugarlas todas se situaba en unos
100.000 euros, y todavía la desesperación, la histeria, la ambición
o el descontrol no había aparecido.
Eran dos horas de partida con una mano más una vez se
acabara el tiempo.
Dos de ellos permanecieron la parte final de la partida
con los brazos en cruz sobre el pecho. Habían perdido los 10.000 y
no quisieron gastarse más. En aquel momento, todavía la gente
dominaba la huida a tiempo.
El hombre más parecido en edad a Andrés, cuyo nombre
no se sabía todavía era el que más ganancias tenía. La dos
mujeres Ana y la otra, también habían perdido una cantidad y él la
ganaba, no mucha pero si que tenía beneficios sobre los 10.000
primeros.
Quedaba poco más de 10 minutos para el final de la
sesión cuando se quedaron solos, en la segunda ronda de apuestas,
Ana y Andrés.
Nadie diría que tenían un mundo tan grande solo, única
y exclusivamente suyo.
- Doblo tu apuesta, señorita – le dijo sonriendo amagando el guiño que en cualquier otro lugar le hubiera hecho.
Ana sonrió. Malévola, seca, misteriosa. Cualquier
hombre, sudaba con sus sonrisas.
- La acepto y la aumento, ¡ah!, señora, aunque le importe.
Permanecieron cayados los dos.
Llegó el descarte y, pocker descubierto, dos ases para
Ana y uno de los dos ases perdidos y el doce anterior, y ademas, los
dos de corazones.
Ambos dos manejaban y acariciaban las cartas.
Se fijaban la mirada y trataban de saber hasta donde
llegará le valor de sus cartas.
En estos momentos, eran aquellos en los cuales los dos
se dedicaban a recordar aquellas primeras partidas, retos, desafíos
y desafinados con el mundo circundante. Hasta que no hubo botas y
moto por el medio, la cama permaneció bien lejos de los dos. Aquella
noche Ana llevaba una camisa blanca cuyos cuellos eran bonitos
bordados, pero la curvatura de cintura y pechos le daban una gran
modernidad. Los pantalones negros, buenos, alegantes y siempre
ajustados. Estaba realmente atractiva.
Andrés alargó sus manos desde el comienzo de la mesa
hasta el centro, sin tocar la bandeja central, arrastrando todas las
fichas que le quedaban.
- Ahí va toda mi apuesta, 11.500 euros, y señora, si cree que gana, si quieres ver mis cartas vaya rascándose el bolsillo, billetes o cheques.
Ana se decía, “mentón alto, moviendo la mano
izquierda, escondiendo la sonrisa, los ojos entre cerrados, no creo
que pueda con mi full, dos ases y tres dieces, las posibilidades
apenas llegan a un 30 por ciento”. Así pues se metió la mano en
el bolsillo y tras preguntarle el nombre, le hizo un cheque por un
valor de 3.500 euros que eran los que le faltaban para cubrir la
apuesta más sus 8.000 que le quedaban de la primera cantidad.
- Ahí tienes, pichoncito enséñame las cartas
- No, eso si que no, llévate mi dinero, pero no me cambies el nombre y menos así, señora – dijo mientras se inclinaba hacia atrás y la observaba en la lejanía pero con mucha atención. Casi con un gesto de desprecio volteó sus cartas
- - tú pagas para ver, y aquí lo tienes
Andrés tenía el hermano huérfano del otro as que
tenía que bailaban y jugueteaban con tres doces. Era el full más
grande, potente que el de Ana. Sus ojos volvieron a chispear con
furia, odio infantil, rabia de la adolescente destronada ¡otra vez
no! Sin mediar palabras le depositó todas la fichas y el cheque
encima de ellas.
- Tú ganas, pero esto no ha hecho más
que empezar.
Era la primera partida y el final fue pacífico y
cordial. Se recogieron las chaquetas, se apagaron los cigarros, se
encendió la luz y todo volvió a la realidad. Todos se fueron al bar
externo del bingo a tomarse unos Whiskys a la salud de sus perdidas o
ganancias. En dos días todos, con más dinero, concretaron que allí
volvían. Segunda partida será.
Andrés y Ana se despidieron y se fueron por caminos
contrarios como si tuviesen intención de verse nunca más. La última
mano le había dolido mucho y Andrés lo sabía. Ella sufría y él,
con amor verdadero, disfrutaba de estos dolores ante la perdida con
él.
- No me engañaste, lo tenía que jugar, era penúltima mano, tenía buenas cartas encima de la mesa – le dijo con la cabeza medio levantada y con cara de no darle importancia.
- Sí, y lo sabes – le dijo Andrés mientras se acababa la cena que les habían subido a la habitación, que has creído que no tenía nada ¿los movimientos de mi mano izquierda?, ¿la posición de mis ojos?. Eres buena, muy buena, pero, amor, conmigo hay que jugar muy bien. Además, entre tú y yo es una cuestión más de honor que de dinero. El cheque, pichoncito, sale de nuestra cuenta.
- Si me vuelves a llamar pichoncito, ya sabes que esta noche tendrás que pegarte un baño de agua fría si no puedes más, hombrecito.Esto último se lo dijo ya con una sonrisa incipiente, que acabo con un leve giro de cintura mientras se sacaba la camisa para quitársela. Su ombligo era una total cárcel del pecado.
Los dos se rieron, cenaron, se fumaron un cigarro en el
balcón de la habitación y se fueron a la cama, rodando entre
abrazos y besos, viviendo en el Nirvana hasta que salió el sol en el
día siguiente.
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