Era un edificio de oficinas y yo trabajaba en su limpieza
de los cristales. Deslizaba suavemente el arragán por el cristal. Se quedaba
limpio, brillante, trasparente. Cuando la gente atisbaba mi presencia, los
observados pulían sus movimientos actuando con la máxima normalidad y
profesionalidad.
Aquella tarde, el señor Cortavilla buscaba impaciente y
nervioso en el armario de madera descubierta en su despacho. No era consciente
de mi presencia tras el cristal, pues me daba la espalda y seguía con desesperación
removiendo los cajones del armario. Seguía hurgando nervioso, cuando paró y parecíase que su
cuerpo se relajaba. Alzó la mano y el que comenzó a temblar fui yo. Magnun 96,
calibre 68. Yo sabía de armas y ésta era una picadora brutal. La miró detenidamente
y la dejó cuidadosamente de allí donde la cogió. Inmerso en sus pensamientos salió,
para mi fortuna, sin fijarse en mí.
Fui tras veces a
la hora en el que cortavilla entraba. Dos de ellas buscó y comprobó el estado
del pistolón.
Hacía poco tiempo que se estaba preparando el octavo
aniversario de nuestra empresa, con una gran fiesta para todos los empleados,
desde el directivo hasta el limpiador y abrillantador de los cristales. Éramos
una empresa desinfectante y acabábamos con cualquier invasión, ya fuera de
insectos o pequeños roedores. Su eslogan, y esto me quitaba el sueño tras lo
visto, era “Apunta y Mata”.
El señor Cortavilla, Don Andrés llevaba una temporada
algo distraído y desconectado de la dinámica general. Sin ver el pistolón
pienso que jamás hubiera sido sujeto de mi atención.
¡El mejor trabajo
para espiar y observar a todo el personal, era el mío!
¿Asuntos
de Amor?, no, El celibato de Don Andrés estaba constatado. Agotó todas sus
fuerzas sexuales en concebir a sus dos hijas.
¿Asunto de seguridad?, no, nuestras oficinas de trabajo
tenía vigilantes las 24 horas del día y todo, todo el edificio, hasta los
servicios, videovigilados.
¿Envidia?, es posible, llevaba tiempo esperando un
ascenso que no le llegaba.
Decidí vigilarle, era mi asunto, sino, ¿a quién y qué le
digo?
Hoy era el día de la fiesta conmemorativa. Habíase invitado
a mucha gente, directivos y empleados, teníamos una copa. En aquel momento estaba
algo nervioso pues le vi por la mañana hurgar en el famoso ya cajón.
Allí estaba en la fiesta a diez metros de mí. Tenía la
nefasta intuición que algo iba a pasar y fue entonces cuando le vi introducir
la mano en el lateral de la chaqueta. ¡Dios! –me dije, ahí está la pistola.
Yo, tenía al
alcance de mi mano en la pared trasera un gran mocho. Jugué de joven al balónmano
y tenía un gran tiro. Cogí el mocho y alargando el brazo plenamente, realizando
un movimiento de látigo podía lanzar el mocho.
Cuando me pareció ver sacar la pistola comencé el
movimiento. Apuntando estaba con la pistola y una gran sonrisa en su boca
cuando el mocho salió de mis manos. Con las hebras volando al ritmo del viento,
avanzaba el mocho hacia la cara del asesino.
Entonces, apretó el gatillo y sucedió.
Ocho llamas, una por año de funcionamiento y celebración,
se encendieron en la parte superior de la supuesta Magnun 96. Ocho fuegos de
mechero, ocho llamas de cerilla y el todo el mundo sonreía, menos yo, cuando el
mocho avanzaba inexorablemente hacia su rostro. Magnun 98, de metal, ¡Qué
copia!, diablos.
Impresionante ruido del impacto, tremenda la situación y
espectacular el silencio de la sala al completo.
Me costó muchas horas explicar el asunto, muchos días
para que el señor Cortavilla me hablara y muchos meses para recordar entre
sonrisas, la escena.
¡Cómo te sorprende la vida!
¡Cómo te engañan las apariencias!
¡Qué falsos son los sentidos!
¡Qué erróneos los razonamientos!
Yo tiemblo cuando me lo imagino y los demás cuando me ven
al lado, de los mochos. ¡cuán largo se me hizo el camino del mocho hacia la
cara y sonrisa de Don Andrés!, ¡A la tumba me iré viendo la sonrisa en su cara
delante de la imparable ya, trayectoria del mocho!
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