lunes, 15 de junio de 2015
LA TOURNE (Cap. 8)
Subía emparejados, Don Cipriano con Andrés y Carmen con Pedro.
Don Cipriano miraba al fondo y hablaba gesticulando abiertamente con las manos, y Andrés le miraba con los ojos abiertos y mirando perdidamente a sus movimientos, Pedro miraba con alegría y risa los bellos monumentos y hermosos arboles que les rodeaban en el camino y Carmen miraba, como nunca lo había hecho a un hombre.
Todos miraban.
Sobraban las palabras para definir lo que había y lo que podría haber, así, en estos trances y cruces de pupilas, llegaron a la oficina de Marisa, y ésta, al verlos subir, montaña arriba, les salió a recogerlos a la puerta, con la enorme sonrisa de acorde con la gran sinceridad de sus ojos.
- Qué!, imagino que habrán disfrutado de un gran plato de paella
- Sí – contestó Pedro – y de nuestra propia compañía, añadió entre risas, difícilmente distinguible si eran de socarronería o sinceridad.
Hasta Don Cipriano sonrió, muy discretamente y como última sonrisa de aquel día.
Marisa les invitó a entrar y a planificar todo el asunto musical, a lo que el maestro respondió que quería mantener una conversación, en solitario con Andrés. Tras la mirada sorprendida de éste, siguieron subiendo hasta entrar en la fortaleza y perderse por sus ruinas.
Aún con lo poco que quedaba de ella, el suave perfume de la grandeza allí estacionaba todavía.
- Bien, Andrés, como ya hemos hablado vas a interpretar, con Carmen una adaptación para el dueto de piano y violín de las estaciones de Vivaldi.
- Sí, lo sé, maestro.
- Bien, pues aquí comenzarás a interpretar la música y a convertirte en un maestro.
- Pero, yo no soy- dudaba decir la palabra- un maestro.
- No, efectivamente, pues no es tu alma quien toca, sino es tu cabeza, razón y tus manos. La música es más. Tienes que sentirla y vivir tal y como el autor buscaba.
- Pero lo hago.
- ¡No!, y hazme caso, la suma de las notas no es, en ningún momento la intención del autor. ¿Crees en algún momento que Vivaldi veía un pentagrama cuando escribía?, ¡No!, diantres, sentía el frio del invierno, la tranquilidad de la primavera, las tormentas del otoño y paseaba entre el calor del verano. Tú has de hacer lo mismo. Siente la música, deja de mirar las notas. Dominas las partituras, que no tienes que tener delante ya para interpretar las grandes obras. Ahora ya debes de traer a tu mente aquellos sentimientos que hagan que sea tu corazón el que acaricie las teclas del piano.
Se miraron los dos. En aquel momento sintió Don Cipriano, hasta donde había realizado un comentario oportuno, se temía aquello que pasó. El introvertido Andrés, bajo la cabeza, sonrió y se imagino paseando por aquel camino con Carmen, mientras las notas de la primavera fluían con dulzura y amor por su mente. Siguieron hablando y puntualizando las piezas que iba a interpretar. Al unisono de esto y en su despacho los demás hablaban.
- Bueno, qué les parece, mi pequeña ciudad.
- La parte que conocemos, la alta es maravillosa. Calles empedradas, pequeñas casa formadas inicios de piedra también, grandes plazas desnudas para vista, bonito, sí.
- Mañana a las ocho de la tarde comenzará el concierto. Será a esa hora pues, entre el calor de este dura verano y las piedras que lo toman, hay que hacerlo entonces.
- Carmen ¿qué tal con su compañero de interpretación?
- Magnífico, es un músico virtuoso, aun que el primer día acusó nuestro primer encuentro como tales encima del escenario. Pienso que será un muy buen concierto. Todo el orden que yo no tengo, lo pone él.
- ¿Y Don Cipriano?
- Al parecer un erudito de las artes de la música, ahora bien, mejor verlo allá abajo, que tocando conmigo, además ¿toca algún instrumento?
Y no uno, sino dos, dominaba la viola y el violonchelo, todo aquellos con cuerda eran sus hermanos de sangre, nació entre las notas impresas con los dedos en los largos del instrumento – pensó con añoranza Marisa
- Pues no lo sé, vengo de conocerlo como Ustedes.
No sabían ninguno de los dos por qué, pero no la creyeron.
Llegaron, en aquel, momentos el maestro y su alumno y todos juntos se fueron a estudiar el lugar del concierto.
Un anfiteatro magnifico y estimulante. La sonoridad era magnífica. Estudiaron la colocación de los instrumentos y la superficie donde se interpretaría la coreografía. Discutieron apasionadamente Marisa y Don Cipriano ciertos elementos de desarrollo, mientras Pedro paseaba rápidamente por todos los rincones del lugar buscando colocaciones y la cabida de los elementos, y Andrés y Carmen, sentados en lo alto, discutía sumidos en la obra, elementos propios de ella. Estuvieron más de dos horas en aquella extraña reunión. Fue muy poco tiempo para mucha gente del mundo de la música, suficiente para gente más que capacitada para todo aquello.
En un momento final, Carmen se dirigió al escenario y desnudó de su funda el violín. Andrés se sentó, muy silenciosamente, Pedro se giró en un lateral de la escena y Marisa y Don Cipriano dejaron de discutir, siempre del concierto, y se limitaron a mirar, con mucha profesionalidad a ésta. Y el cielo bajo a tocar con sus manos el violín de Carmen cuando ella comenzó a tocar. El sonido en la soledad de las piedras, envolvió toda la escena y el tiempo se tomo un descanso en su siempre estresante camino. Andrés creyó morir entre las notas, Pedro sintió lo que nunca pensó tener escuchando aquello y los otros dos antiguos amantes retrocedieron en el tiempo en el que fueron sólo aquellas piedras las que les acompañaron.
Su pelo negro brillante relucía y brillaba como si rubia bajo el sol fuese al compás de aquellas notas. Andrés comenzaba entender a Don Cipriano y la música le elevó como él le pedía. Pedro tuvo extrañas sensaciones hacia la artista y se preguntaba si era ella o la música mientras sonreía con la risa que el diablo le había dado con el permiso de Dios. Marisa y Don Cipriano se acercaron hasta que éste fue consciente y de ella se separó. Cuando acabó, abrió los ojos y como si hablase para un gran publico les dijo.
- La música es grande, muy grande, vosotros ya lo sabéis y – girándose y señalándole con el dedo-- y a ti Pedro, estos días te enseñaré a amarla.
Pedro la sonrió y ella le miró. Andrés no veía nada, no entendía nada de lo que ocurría. Don Cipriano sí, y permaneció impertérrito, Marisa también y sonrió muy dulcemente.
- Mañana es el día, vayámosnos a descansar.
Salieron, esta vez los cinco, y tras cerrar la puerta bajaron hacia el pequeño pero cuco y bonito hotel.
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