Al
parecer Elisabeth daba clases de Filosofía en la Universidad.
Desde
que se mudo al edificio Caligari todos sus contactos habían sido en
el pasillo de su piso. Andrés, no sabía qué horarios tendría pues
la había visto a cualquier hora del día, leyendo y paseando por la
alfombra del pasillo.
Se
le acercó, con complicidad pero con el indice señalador y le dijo:
-
Tú piensas que estoy loca, ¿cierto?
La
verdad es que tenía aspectos que resultaban realmente extravagantes
y Andrés, en ocasiones, se había encontrado un tanto cohibido en
alguna conversación con ella.
-
No, Elisabeth, no, yo soy un firme creyente en la particularidad de
cada uno. Algunos más normalitos, otras más extravagantes.
Andrés
nunca tomaba como elemento de juicio los elementos particulares del
sujeto, solía centrarse en el hecho sobre el que actuar. Realmente
en el edificio habían algunos personajes un tanto peculiares.
Aceleró
hasta ponerse a su lado y los dos, despacito y por encima de la
alfombra, fueron andando hasta los primeros escalones de la escalera
en su tramo final.
-
Deberás de asumirme, Andrés, que en estos pasillos, la
particularidad es máxima, y he preparado un experimento para
demostrarlo.
Elisabeth
era doctora en La lógica simbólica y vivía obsesionada sobre
términos primeros que desarrollar en una estructuras por ella
creadas. Del bolsillo de la chaqueta le sacó un par de folios
grapados y se los dió. Pararon para mirarlos. Eran cien preguntas de
acciones propias y particulares sobre una respuesta de verdadera o de
falsa. Con una ligera ansiedad y contracción, le pasó los folios a
Andrés y le hizo garantizarle que los estudiaría, los respondería
y se los daría. Este era la tercera plantilla de acciones primarias
que le daba para rellenar, , nunca le había pedido las respuestas.
Vivía inmersa en las curvas de la lógica – se decía Andrés.
Tras recordarle la necesidad de que se las devolviera rellenadas, se
volteó y siguió, hablando para ella misma. A Andrés esta mujer le
impresionaba. En todos estos años, por frases y comentarios vio que
era una mente privilegiada y se preguntaba si la propia grandeza
mental la llevaban a esos actos, como alguna vez había pensado, a
estas pequeñas locuras locuras.
Cuando
ya podía divisar la salida y la conserjería, una voz de mujer le
llamaba.
-
!Andrés, Andrés!
-
Sí, Doctora, sí.
Era
Marta. Vivía en la ampliación del primer piso. Bueno no vivía
allí, pero iba todos los días a pasarlo allí. Sin ninguna duda, y
era una opinión compartida, esta mujer estaba realmente trastornada.
Se
le acercó preguntándole
-
¿A donde va?
Les
había dicho que estaba allí para cuidarlos y vivía en la continua
imaginación de ser doctora.
-
Al trabajo, doctora – Andrés sabía que este termino la
tranquilizaba y dejaba más tranquila.
-
Bien, bien, al trabajo y a casa.
Andrés
le volvió a sonreír y pensativo se quedó en Marta. En la vida tan
particular que había tenido aquella mujer que le llevara a
trascurrir días y idas yendo y viniendo al edificio Caligari. A ésta
si que la había visto entrar y salir . Andrés se giró de nuevo.
Hoy tenía quizás algo más de tiempo y era el momento para
preguntarle.
-
Marta -estaba ojeando una pequeña carpeta.
-
¿Por qué viene todos los días a este edificio?
Andrés
no esperaba una respuesta clara y concreta. Sabía que no la tenía,
pero igual y quizás, alguna noción le lleva a conocer algo más los
motivos.
-
A trabajar, Don Andrés, a trabajar.
Tal
y como me había dicho Don Cipriano, en el ascensor, se paseaba por
todo el edificio controlando , preguntando, observando y me añadió
que básicamente estaba ya asumida y soportada su locura. Al fin y la
postre era una buena persona.
Se
subió las gafas y se quedaron mirándose los dos durante unos
segundos.
La
descolocación creyó ver Andrés en sus ojos.
-
Bueno, me voy.
Se
giró y sonriente se dirigió hacia la entrada.
El
recepcionista le miró con agrado y sonrisa
-
Don Andrés, ¿todo bien?
-
Sí, sí, Alfredo, y Usted, ¿bien la mañana?
Andrés
pensaba en la dificultad del trabajo de Alfredo. Si no estaba 10
horas allí, en la recepción, no estaba ninguna.
Las
enfermeras lo acompañaron hasta la salida del hospital.
Todos
los días allá a las 11'30 salia al trabajo, daba la vuelta a la
manzana del hospital y volvía tras 20 minutos, contando haber tenido
un día muy pesado de trabajo.
Hoy
llevaba el traje de payaso con volantes, que le caían desde los
hombros hasta la cintura. Debía tener al menos diez.
Era
el hospital psiquiátrico Caligari.
Marta
le acompañó hasta la puerta y se quedó mirándole como se iba a su
ronda.
Llevaba
mucho tiempo trabajando con ellos.
La
absoluta normalidad que mantenían los locos en el hospital, el
edificio, Caligari, entre ellos, le hacían trasnochar en la aparente
cordura.
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