A
doscientos metros de distancia, era un casco y un Francés muerto.
Mi
vida siempre habían girado entorno a un fusil y la puntería.
Trofeos,
competiciones, exhibiciones de tiro. Toda la vida disparando.
Si
no he matado 30, no lo he hecho con ninguno.
¡Maldita
sea mi suerte! Y allí me tenían ellos, desde un despacho, donde no
sienten la culpa de matar.
Me
alistaron como tropas de apoyo tras un año de guerra sin grandes
avances por ningún bando.
Bélgica
se había convertido en una gran trinchera, desde el interior de
Europa, hasta los mares del norte.
Allí
estaba yo.
Me
tocaba el turno de guardia. Yo era de los pocos que aun lo aguantaban
con cierta cordura. Llevábamos casi un año sin salir de ellas, de
las trincheras. Entramos en Septiembre de 1918 y el 1919 estaba
llegando al verano.
La
vida o la muerte, había perdido todo importancia en la construcción
de mis pensamientos.
Allí,
entre las paredes embarradas, mi existencia comenzó a hacerse más
liviana por perder importancia.
Empece
llorando por cada tiro que hacía, es más, en sus comienzos siquiera
tiraba a matar, hasta que me di cuenta que era su muerte o la mía y
tal que el aire en el invierno, mi corazón dejó de sufrir y comencé
a disparar con mucha efectividad.
Difícil
sería que encontraseis alguien que disparara como yo.
Y
aquella bala rozaba el suelo a apenas dos palmos de mi cuerpo, que
sin ellos, por medio, mi mujer, mis hijos y toda mi historia se
hubiera acabado, pero a la par que pensaba esto, disparaba hacia el
frente. Vi el casco y allí puse mi bala. Me quedé pensativo en la
familia del soldado Francés, donde viviría, cuantos hijos tendría,
de que trabajaría, ¡Quien nos iba a decir hace tres años que así
nos encontraríamos! y que este desconocido que jamás pensaste que
pudiera tener ninguna relación contigo, lo he matado.
Y
el silencio, vuelve.
De
un poeta y amante de la naturaleza, ahora mato sin piedad y el
paisaje no es mas que de agujeros de proyectil y cadaveres, algunos
ya casi sonriendo por el paso de los tiempos.
Había
visto entrar en la locura a compañeros míos incapacez de soportar
semejante tensión y sin sentido.
Allí,
nadie mataba por nada en concreto, más que por que le dijeron que lo
hiciera.
En
la guerra de las trincheras, en la Gran Guerra, la naturaleza humana
se está desnudando, de manera cruel y dura, ante mis ojos.
No
podía huir del juego y aislarme de los acontecimientos.
No
debía ahogarme en mis dudas y actuar sin vacilaciones donde el
destino me había llevado.
Tras
20 minutos envueltos en mis pensamientos de sorpresa ante tamaña
crueldad que seamos capaces de hacernos entre nosotros apareció un
casco Francés tratando de controlar nuestros movimientos.
No
me tiembla el pulso.
Aguanto
la respiración.
Corrijo
la trayectoria.
Otro.
La
muerte cambió y dejó de ser una preocupación.
Ni
preocupación ante ella era mínima.
Mi
búsqueda de destino o reflexión en torno a su sentido, había caído
por el precipicio de la angustia ante la lucha que tuve los primeros
meses de comprender y encajar una esencia deseable del ser humano con
barbaridades que estaba viendo.
Por
cada muerte que provocaba, un tanto más dejaba de temer por la mía.
Mi
más alto grado de incomprensión de todo lo circundante,
tranquilizaba mis nervios y persona.
Dejé
de sorprenderme por nada. Esperaba cualquier cosa.
Y
si vuelvo, ¿podré hacer una vida normal con varias decenas de
muertos en mis manos?
Creo
que sí.
La
humanidad me ha llevado a matar y no seré yo quien pague sus deudas.
Amanecía
dentro de dos horas, y yo seguía allí, impertérrito, totalmente
centrado en mi punto de mira mientras mi cabeza seguía pensando
sobre el cambio radical y conceptual de mi vida.
No
he tenido otra opción. Nos disparaban nuestros generales en caso de
huida y debido a mi gran incomprensión y sorpresas de lo que estaba
viendo, dejé de sentir.
El
casco se movía a la altura de la superficie. Seguramente no sería
consciente que esto le estaba pasando y por eso continuaba con el
casco fuera.
Totalmente
enfocado le seguía sus pasos.
Iba
a disparar.
¿Y
si sigue viviendo?
¿Y
si le permito vivir?
¿Me
doy ese poderío decisorio?
Así,
mi pensamiento llegaba a situaciones tan esperpenticas y ridículas
en la tensión y la locura de aquello.
Bajé
el cañón y me quedé mirando como pasaba de largo.
Sabía
que esa misma mañana me puede matar.
Sonriendo,
me di el placer y el gusto de jugar con mi vida y con la suya.
Sin
cambiar de posición en muchas horas oí la voz del relevo.
Bajando
la cabeza por debajo de la altura de la trinchera, dejé el puesto de
vigilancia y busqué un rincón donde sentarme.
Jamás
creí cambios tan intensos en ningún jugar.
Mi
vida anterior se difuminó y dejé de existir. Cuando de allí, en
caso de que pasara, saliera, mi vida no tendría nada que ver con la
anterior pues mi nivel de sufrimiento será mínimo.
La
muerte, la muerte, valor fundamental en la construcción de las
culturas, naciones, religiones, filosofías y demás, para mi,
aquellos meses en la trinchera, pasó a ser un concepto vacío que ya
no dejaba en mi, más que la sorpresa por el miedo que llegué a
tenerle.
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